Ah, la imagen. Se ha escrito tanto de la imagen y de la llaga que provoca querer aparentar a toda costa lo que no se es. Se ha hablado tan corrido sobre los nuevos Narcisos que procuran echarse aire en los espejos...
«Su artículo ha empañado nuestra imagen», está, por ejemplo, entre las frases más justificativas empleadas en Cuba por directivos y administrativos para contestar un señalamiento crítico de la prensa.
Cierta vez hasta se creó un proyecto «imagen», con el cual se embellecieron para bien fachadas y exteriores, aunque en ocasiones se olvidó que la esencia de las cosas no radica en las envolturas: habita en las entrañas.
Existe, sin embargo, otro lado poco abordado de la imagen, pero letalmente peligroso, que puede lanzarnos desde el cosmos contra el pavimento terrenal; que puede pellizcarnos para enseñar que, al final, lo que suponíamos un sueño era una horrible pesadilla.
Esa arista ¿escondida? tiene que ver con la televisión, con el afán de entrar a la pantalla a como dé lugar. Y no precisamente para alcanzar celebridad sino como una extraña forma de marcar tarjeta y ganar puntos.
He perdido la cuenta de las veces que he escuchado estas frases en reuniones preparatorias de eventos y certámenes: «Necesitamos a la televisión» o «no puede faltar la televisión», «si no está la televisión...».
Se ha extraviado, también, el número de empresas, organismos e instituciones que desean que el cumpleaños colectivo, el matutino especial o el cumplimiento del plan salgan por TV, a todo color.
Y hay aun exigencias para que el recital de Periquito Pirindingo o la inauguración de la parada de ómnibus de La Mosca se televisen en el noticiero estelar, sin duda el más codiciado de los espacios.
Un día ocurrió lo insólito. Una «actividad» se retrasó extraordinariamente porque, pese a que «llovían» grabadoras y agendas en el lugar del hecho, no había llegado la cámara de filmación. Y dar aquello para que a la postre no saliera en el canal era por gusto. En cuanto apareció la televisión empezó todo, de lo más lindo. (¿?)
Lo más duro es que, probablemente, esa no haya sido la única actividad en la nación retrasada por neumáticos. Digo, por la cámara. Y que no han escaseado los reproches cuando la entrega de la bandera «no salió».
¿De dónde nace esa fiebre televisiva? ¿Por qué ese amor al «vidrio»? Se necesitaría un estudio riguroso, que incluya una dosis de psicología, para contestar sin fallos estas incógnitas. Quizá haya que apuntar a los afanes emulativos que alguna vez se trastocaron, inconscientemente, en una suerte de competencia por la susodicha imagen, en una nociva campaña de promoción.
De todos modos, lo cardinal es entender que no se ha de vivir de las pantallas. Que la TV, importantísima e insustituible por su alcance y por su fuerza, no puede convertirse en el fin de los sucesos y los actos, debe ser, estrictamente, un medio.
Las heroicidades, los acontecimientos, las hazañas llegarán tal vez a la televisión. Pero siempre se ha de decir con Martí que «las cosas buenas se deben hacer sin llamar al universo para que lo vea a uno pasar». Las cosas buenas se hacen con vidrio o sin vidrio.