Sigo recordando una crónica del maestro Manuel González Bello, publicada en estas mismas páginas hace años, donde demostraba que la paternidad bien asumida es una condición difícil.
El magnífico periodista, padre de tres hijos, cuya travesura mayor, como ha dicho otro amigo, no ha sido irse inesperadamente sino tenernos esperando su regreso imposible, confesó las alegrías y tristezas de un padre cuando es verdadero, y en aquellas líneas echó por tierra esa frase con sabor a bolero trashumante, según la cual madre hay una sola mientras que padre es cualquiera.
Estoy de acuerdo en que cualquiera no se convierte en un padre, en un mago que hace saltar caramelos de los bolsillos mientras los pequeños miran con la boquita abierta —no por ser testigos de la violencia o el imperativo masculino—, sino por contemplar la ternura convertida en hombre, como sucedía con mi abuelo Mario, quien no se avergonzaba de ser el principal horcón del hogar, siempre rodeado de mujeres y niñas, quien impuso su autoridad desde el amor, porque el único día que se le fue un manotazo fue para castigar a una de sus muchachas que había proferido una fea palabra; castigo que, por cierto, a él le hizo perder el sueño durante toda la noche.
Pude haber publicado estas líneas hace algunos domingos, en día señalado para reverenciar a los padres. Desde la redacción nos habíamos propuesto el homenaje, y entre otras ideas emprendimos la indagación sobre cómo los cubanos se han acogido al Decreto Ley número 234 de la Maternidad de la Trabajadora, promulgado en agosto del año 2003, gracias al cual los hombres tienen la posibilidad de cuidar a su hijo cuando ha cumplido los seis meses de edad, si la mujer de la casa necesita incorporarse al trabajo, o si otras razones lo exigen.
Resultaba tentador contar historias de padres a la sombra de un Decreto Ley tan noble, digno de la sociedad más desarrollada del planeta. A ellos los imaginaba enternecidos, acomodando pañales, cuidando la retaguardia. Y aunque por razones obvias no serían la regla sino la excepcionalidad, pensaba, ingenuamente, que encontrar las anécdotas a lo largo y ancho de la Isla sería pan comido, y que escribir algo atractivo para el Día de los Padres no resultaría imposible.
La realidad, sin embargo, mostró un hallazgo que desazonó: hurgando por más de un camino, supe que un año atrás una colega había intentado abordar el asunto y que, entre las historias cuyo número apenas rondaba la veintena, no logró un solo testimonio entre los hombres que se habían quedado en casa con sus bebés, pues... ellos preferían no hacer públicas sus vivencias. ¿Qué extraño pudor era ese que no permitía compartir una experiencia tan bella?, me dije.
Es obvio que esa vergüenza es reacción lógica de quienes viven inmersos en una sociedad machista (que todavía lo es a pesar de indudables conquistas sociales), y reflejan, tácita o desembozadamente, ese espíritu intolerante que hace nido en las conciencias y las eriza cuando tienen ante sí ideas tan abiertas, desprejuiciadas y cómplices de la plenitud, como esta de que el padre, menos parir y amamantar, pueda ser tan vital y entregado como la madre.
Confieso que el afán en estas líneas no es regañón, ni feminista. He conocido y sé de padres adorables. Conozco uno que llegó a confesar con orgullo de su hijita: «A esa la parí yo...». De modo que mi verdadera intención es anunciar que nos gustaría profundizar en el tema, y que para eso sería crucial encontrar testimonios de esos hombres que no temen lidiar con sus blanditas criaturas, a tiempo completo, aunque de niños no jugaron con bebés de goma. La invitación está hecha: ¿Dónde están esos maravillosos padres?
Vamos... tienen la palabra.