José Martí
Por todas partes y en todos los idiomas se escucha la gran preocupación que embarga a nuestra especie: el temor a la autodestrucción colectiva y la conciencia clara de que no es una posibilidad sino una realidad que comenzó hace ya mucho tiempo. La triste certidumbre de que es necesario frenar esta carrera hacia el abismo y, a la vez, de que no tenemos voluntad ni comprensión suficiente para hacerlo, mantiene a unos pocos en un estado de permanente desasosiego, exacerbado por la indolencia y el cinismo de los principales causantes del desastre, y la apatía de mayorías ocupadas únicamente en el aquí y el ahora.
Lo que nos exigen los tiempos no es solo la solución de un problema, sino la capacidad para armar el rompecabezas que representan sus múltiples aristas. Por un lado la destrucción inmisericorde del medio ambiente imprescindible a nuestra vida; por otro, la insistencia en un modo de vivir consumista y enajenado, capaz de mantener al ser humano en la angustia por no tener tal o más cual cosa, y a la vez le imposibilita comprender lo insustituible que es alimentarse correctamente, respirar bien, tener buena salud, vivir esa plenitud espiritual que es la verdadera y única felicidad posible.
De una parte las guerras imperiales que buscan apropiarse de los recursos no renovables que se agotan apresuradamente luego de una explotación anárquica y brutal; de la otra, las guerras del odio motivadas por fanatismos que los hombres hemos lanzado sobre la tierra en las formas más diversas. El panorama luce, bajo la lobreguez de la muerte y con los ribetes brillantes de las explosiones, inevitablemente apocalíptico.
Por un lado el hambre innecesaria e injustificable devorando millones de seres humanos cada día sin importarle raza, idioma ni sexo; por el otro las enfermedades prevenibles y curables en su mayoría, que arrebatan ante nuestros ojos su cuota de vidas, sin que hagamos otra cosa que levantar el puño de impotencia, virar la cara dura de la impiedad, o cerrar los ojos ciegos del egoísmo.
Por un lado la instrucción sin educación, que convierte a los seres humanos en máquinas inteligentes, calculadores sin más sentimientos que la búsqueda aberrante de placeres efímeros, recolectores de tarecos innecesarios, y psicóticos narcisistas; por el otro la ciencia sin conciencia, que utiliza los conocimientos alcanzados por la humanidad para ponerlos al servicio de la acumulación excesiva de riquezas en manos de unos pocos; las máquinas que en lugar de disminuir el esfuerzo del trabajo del hombre para que pueda entregarse por más tiempo a su crecimiento espiritual, como único modo de alejarse de la bestia primigenia que somos al nacer cuando solo nos rigen los instintos biológicos, lo desplazan y desemplean relegándolo a los sitios oscuros de la miseria, la desesperación y la ferocidad que ellas engendran en todo lo que tocan. La ciencia ha logrado disminuir el costo de producción de los alimentos, sin embargo, cada día el precio de estos está más cerca del cielo. La ciencia sin conciencia ha convertido el duro bregar que personas esclarecidas han mantenido durante años para arrancarle a la naturaleza sus secretos y dominarlos, en armas eufemísticamente llamadas inteligentes para matar a más personas y a mayor distancia, sin que esa proclamada inteligencia sea capaz de distinguir a un genocida de un poeta.
Por una parte, la ininterrumpida desaparición de culturas e identidades que han formado durante miles de años parte del conglomerado humano y sin las cuales este no estará completo; por la otra, el ataque permanente a esa institución básica de toda sociedad que es la familia, el hogar donde nace y crece el ser humano. La familia dinamitada de hoy no puede ni dispone de tiempo ni de método para formar en el alma de los niños los valores que le permitirán enfrentar con éxito y resistir con dignidad los embates de este mundo al revés.
Nadie tiene ni tendrá por sí solo todas las respuestas a estos y otros problemas actuales a los que estamos obligados a buscar solución. Solo la solidaridad en los métodos, la aplicación y la evaluación conjunta de los resultados, unida a la disposición de comenzar a hacer lo que esté a nuestro alcance en el lugar en que nos toque, podrá ayudarnos.
Hago mías estas palabras de Ernesto Sábato al inicio de su libro La resistencia: «Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que —únicamente— los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana».