¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria!
José Martí
EL 1ro. de julio de 1873 llega a los predios del Camagüey, designado por Carlos Manuel de Céspedes, Presidente de la República de Cuba en Armas, el Mayor General Máximo Gómez, para hacerse cargo del mando de las tropas cubanas que operaban en aquellas comarcas. La encomienda recibida no hubiera representado para el bravo dominicano mayores contratiempos si no hubiera sido por las excepcionales circunstancias en que debió cumplirla. El 11 de mayo de ese año, apenas dos meses antes, había caído en combate frente a las tropas colonialistas españolas el Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, en los potreros de Jimaguayú.
El Mayor, como le llamaban sus subordinados, era todo un carácter. Así lo refleja desde las primeras anotaciones en su Diario de Campaña el General Gómez. «Pocos pueden cual yo apreciar la pérdida que ha sufrido la Revolución con la muerte del General Agramonte. Es regla general que en el soldado se han de ver como de relieve marcadas las condiciones morales de su Jefe, y en estas tropas se notan el hábito de disciplina, moralidad y orden que eran sin duda una de las primeras cualidades de aquel carácter. Los españoles no saben una cosa y es que Agramonte inspirado en puro patriotismo dejó asegurada la Revolución en esta parte. Agramonte les hará tanto daño muerto como les hizo vivo.»
Era en sí mismo la encarnación del equilibrio que debía primar en la república por cuya conquista abandonó todo y arriesgó la vida cada día frente a las balas enemigas. Transparente en su conducta pública y privada, fue austero y refinado, humilde y altivo, sencillo y soberbio, soñador y práctico, apacible y fiero. Al descubrimiento de estos pares dialécticos en aquel carácter superior debemos la atrevida y exacta definición martiana de «diamante con alma de beso». Pulcro aun en la pobreza a veces extrema del vestido, era el jefe, el amigo, el padre de quienes lo seguían. Recto en la disciplina militar y moral, supo ser tierno en corregir la conducta de los descarriados, y cuando hubo que aplicar sanciones definitivas no le tembló la mano.
La dureza de la contienda no anuló su sensibilidad. Supo, como pediría otro grande de nuestra época, endurecerse sin perder la ternura. Léanse sus órdenes militares, y vuélvanse los ojos a cualquiera de sus cartas a Amalia, la compañera de su corazón, su idolatrada esposa, madre de sus dos hijos. Si supo hacer de un espíritu civil como el suyo un guerrero admirado por los mayores estrategas militares que hemos tenido, no fue por amor a la carrera de las armas sino por servir mejor a Cuba en aquello que era impostergable, su independencia.
A su mano debemos la escritura de nuestra primera Constitución proclamada en Guáimaro, donde nacimos como República al concierto de los pueblos libres. Y en este punto también le debemos un ejemplo supremo de pureza de actos y alteza de miras. No aceptó disputarle a Céspedes su primacía en los destinos de la República incipiente e insegura, defendió con vehemencia la bandera de la estrella solitaria y respetó la de Yara. No permitió jamás a sus subordinados que hablaran mal en su presencia del Presidente de la República.
Ni siquiera sus enemigos osaron regatearle en la hora de su muerte el influjo tremendo que ejercía en los hombres de la Revolución, ni sus cualidades como jefe militar. Supo ser honorable en el combate y magnánimo con el vencido. En él, como diría Martí, fue enteramente digno el ser humano.
Estas cualidades hicieron posible que aún en sus contemporáneos fuera venerada su memoria; que un hombre como José Martí llorara al sostener en sus manos, allá en el frío destierro de Nueva York, los dos pequeños frascos que contenían, uno un mechón de cabello del Bayardo camagüeyano, y el otro un puñado de tierra de Jimaguayú; o que Máximo Gómez enviara a Amalia Simoni, su viuda, entre los extractos de su Diario de Campaña donde habla de Agramonte, este párrafo desgarrador: «¡Ah! Cómo no nos unió el destino en el campo de batalla. Cómo nos hubiéramos completado quizás y quién sabe si yo lo hubiera hecho vivir para la Patria antes que morir para la Gloria.»
A 135 años de su caída gloriosa en los potreros de Jimaguayú, la figura del joven Ignacio Agramonte emerge inmaculada desde lo hondo de la historia para recordarnos a los que vivimos estos tiempos, sobre qué sacrificios se erigió la Patria. Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos.