«Disciplina quiere decir orden, y orden quiere decir triunfo.»
José Martí
«No basta nacer.— es preciso hacerse», escribía el joven José Martí a propósito de un talentoso poeta español, que pudo serlo todo y no fue nada, porque le faltó el complemento mágico que hace triunfar cualquier proyecto humano y trae el fracaso de todo lo que no lo contemple: voluntad y disciplina.
Sin voluntad y sin disciplina se puede existir pero jamás vivir. Existir es solo ver que las cosas pasan o hasta ignorar lo que pasa; vivir es no solo darse cuenta de que están pasando cosas sino ser parte de ellas, o mejor aún: hacer que sucedan. Vivir es emplear cada segundo de la vida que nos ha sido dada, participar activamente en ella, orientarla hacia un fin determinado: crear un proyecto de vida cuya concreción nos ocupe la existencia. Orientarnos hacia el bien, si queremos ser felices, o hacia el mal, si queremos ser desdichados. Por lo cual es evidente que hacer el mal no es una opción.
Sin disciplina no podremos nunca elevar el animal biológico que somos cuando nacemos a la categoría de ser humano. La condición humana exige mucho más que instintos naturales y anatomía específica; exige instrucción y cultura para alcanzar la ética que es la condición sine qua non de nuestra especie. Alcanzar esa ética exige a su vez voluntad y disciplina consciente. La otra «disciplina», la del «palo y la zanahoria», no nos hace humanos, al contrario, enfatiza nuestra condición animal en primer grado, toda vez que solo somos «disciplinados» y frenamos nuestros instintos ante la amenaza o ante el interés.
Sabido es que instrucción no es cultura. Que la cultura no es solo instrucción, si bien esta la eleva y hace resplandecer. Cultura es sobre todo la capacidad que tenemos para relacionarnos con los demás, para convivir en sociedad, para controlar nuestra conducta y frenar nuestros instintos. Se puede ser una persona muy instruida y a la vez tremendamente inculta. Paradójico pero común. Miremos a nuestro alrededor en cualquier parte, en las grandes ciudades es más evidente, y veremos cuantas indisciplinas sociales se cometen en solo una hora. Preguntemos al sujeto indisciplinado su nivel escolar (que no cultural, porque este puede ser todavía el de los hombres de las cavernas), será de seguro por encima del noveno grado, cuando no bachiller o universitario. ¿Qué ocurrió entonces?
Desde tiempos lejanos se viene debatiendo sobre el llamado «libre albedrío». Si por ello entendemos la libertad del ser humano de vivir su propia vida según su elección, es correcto, siempre y cuando el individuo no violente las normas de conducta generalmente aceptadas por la sociedad donde ha de vivir esa vida. Entonces luchemos por ello. Pero si se entiende el «libre albedrío» por la posibilidad de hacer cualquier cosa que nos venga en gana aunque esto sea violar las normas de conducta de una sociedad determinada, entonces habrá que recordar que para eso existen leyes que regulan la acción de los individuos.
Las normas éticas adoptadas por una sociedad pueden o no estar escritas. Con el surgimiento del Derecho suelen estar estipuladas como leyes, sobre todo en el Código Penal, pues son principios morales que la sociedad no puede darse el lujo de que se violen y se elevan a la categoría de ley para poder sancionarlos: no robar, no matar, etc.
Juan Marinello decía que toda gran libertad implica una gran responsabilidad. Es evidente que allí donde las libertades son mayores la responsabilidad social de los que las ejercen debe ser también mayor. Está claro que el derecho de un individuo tiene como límite justo el lugar donde comienza el derecho de otro semejante. Si sabemos ser responsables nuestra libertad será siempre ilimitada.
Decía Martí que si hubiera tenido tiempo, el libro que le gustaría escribir para dejarlo como legado de su paso por el mundo llevaría por título «El concepto de la vida», donde revelaría ese cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria. Para él los dos grandes problemas humanos son la conservación de la existencia, y el logro de los modos de hacerla grata y pacífica. Todo lo demás lo hemos puesto por añadidura nosotros mismos depositando nuestra felicidad en lugares casi siempre equivocados, efímeros, para luego quejarnos de que tenemos felicidades efímeras, y terminar al cabo asumiendo con indolencia un refranillo que reza que «la felicidad no existe, lo que existen son momentos felices». Es claro que si no somos capaces de darnos cuenta de lo imprescindible que es para nuestra vida respirar aire puro, y en cambio nos morimos de angustia porque no tenemos determinada marca de zapato, nos vamos a ir del mundo un día cualquiera sin haber conocido la sensación constante de la felicidad.
Pero aún para los escépticos, debemos repetir, a costa de ser tomados por románticos, aquella verdad tremenda del Apóstol: La felicidad existe sobre la tierra, y se la conquista con el ejercicio prudente de la razón y la práctica constante de la generosidad.
«Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre».