Lo admito: no tiene ningún mérito decirlo. Como tampoco lo tiene señalar este u otros problemas cuando sabemos que la dirección principal del país los reconoce públicamente y públicamente ha convocado a resolverlos. Desde luego, hemos de admitir —y lo conversaba con un amigo muy conocido por su aguda capacidad de análisis— que los problemas que hemos de solucionar han surgido, sobre todo, por errores y desviaciones de algunos de los llamados a solucionarlos. Tal vez todos quepamos en ese pronombre: algunos.
Precisemos con calma esta idea. Nuestra mayor dificultad, el bloqueo, no ha dependido en su formulación y aplicación de algún cubano revolucionario; al contrario, es deseo de cubanos enemigos de la Revolución y, por supuesto, obra de la posición hostil de las administraciones norteamericanas desde Eisenhower a W. Bush. Vistas las cosas así, el bloqueo no ha sido creado por nosotros, los de adentro. Es una dificultad impuesta desde fuera. Y su solución, al menos la directa, no depende de la voluntad de las víctimas. Por ello, ha sido muy útil que reconozcamos que en Cuba también existen problemas propiciados por conceptos y prácticas interiores. Y que, aunque la hostilidad externa influye en cualquier decisión interna, no por ello hemos de esperar a que los gobiernos norteamericanos sufran una conmoción en su sensibilidad e intereses y desbrocen la maraña de limitaciones y prohibiciones con que han pretendido encadenar a Cuba.
Por ello, hemos de admitir que cuanto criterio erróneo modifiquemos, cuanta acción errada rectifiquemos será una victoria parcial, sí, pero victoria, sobre las consecuencias del asedio de los Estados Unidos. La audacia, pues, radica en que habrá que corregir todo aquello que alguna vez creímos correcto. Incluso, hemos de corregir esa aparente explicación de que todo lo negativo ha sido resultado del efecto totalizador del bloqueo. Raúl lo advirtió en su discurso el 24 de febrero pasado. La hostilidad norteamericana no podrá servir para que nos echemos a esperar por tiempos más favorables, porque por ahora nada se puede hacer. Eso equivaldría a la resignación o la desmovilización, y a proyectar sobre un futuro imprecisable, cuando lo que el presente urge es que lo tengamos en cuenta. El presente se mejora hoy. Aquí.
Pero la dialéctica también demanda audacia. Crítica. Autocrítica. Demanda modificar algo de aquello con lo que hemos convivido. En estos días he leído cartas donde algún remitente se queja de que en un momento le confiscaron incorrectamente su casa, y tras el proceso judicial correspondiente, los tribunales, en sus diversas instancias, fallaron a su favor. Cuatro años después, no le han devuelto la casa. Y uno pregunta: ¿adónde fue la que le pertenecía? No me estoy solidarizando con este u aquel caso. Estoy diciendo que ese problema y otros parecidos han de ser corregidos por los mismos que lo crearon.
Claro, un ejemplo o dos no indican que en nuestra sociedad eso sea lo común. Tampoco puede ser lo común que una injusticia de ese tipo persista tanto tiempo y que por tanto tiempo los fallos de los tribunales sean letra muerta. La justicia no se ha de aplazar, porque de hacerlo quizá negaríamos la esencia dialéctica de la política revolucionaria.
Esa misma audacia que ha sobrado para afrontar el viento enemigo, hace falta hoy, y quizá con una mayor dosis de abnegación, porque se trata de negar nuestros actos incorrectos. Y convertirlos en acción justiciera, creadora. El camino de la dialéctica no se recorre sin riesgos. El riesgo, sin embargo, es un ingrediente de la vida. De todo cuanto se mueve. Y para avanzar, hay que moverse. Unidos, pero sin complacencias o complicidades.