Escribo este texto escondido, con el teclado debajo de la mesa, mientras experimento la sensación epidérmica de tener la carne de gallina —o de gallo, para variar—. Acabo de ver, gracias al espacio dominical de Taladrid, la primera parte de un documental sobre las posibles formas en que llegará el fin del mundo.
El menú para escoger es una delicia: si se hunde el volcán Cumbre Vieja, en las Islas Canarias, un tsunami de grandes proporciones le partirá para arriba a la costa atlántica americana, y no quedará títere con cabeza ni cabañita playera. Si se produce la erupción de un supervolcán como el Yellowstone, en EE.UU., la nube de gas tóxico emitida será de tan grandes proporciones, que hará variar el clima planetario en cuestión de días. Y si llegan hombrecitos verdes desde la galaxia insondable, ¡a correr, liberales del Perico!, pues ni el más moderno armamento de los terrícolas logrará hacerles cosquillas siquiera...
Ahora bien, la que más me provoca comerme las uñas, y aun los dedos, es aquella de que máquinas creadas por el hombre, los robots, puedan tomar el control y subyugar a nuestra especie. Engendros de la tecnología desarrollada por el ser humano para, precisamente, garantizarse una mejor existencia —y a veces fastidiársela a los demás, como pudieran ser aviones de guerra y cohetes «inteligentes»—, se rebelarían un día.
Según algunos apocalípticos pensadores, lo menos que harían sería ponernos en zoológicos, tal vez para que los nenés robots nos arrojen plátanos y galletas dulces, y se rían haciendo: «Bip, bip».
¡Qué va! No salgo de debajo del escritorio. Y ahora menos, que, de refilón, me pareció ver a mi Pentium 4 susurrándole algo a la máquina vecina. ¡No y no! Aquí me quedo.
Mientras mis vértebras intentan acomodarse, trato de poner orden en mis ideas. La civilización humana, con toda su experiencia milenaria, ¿podría quedar bajo la metálica bota de un robot? ¡Hum! ¿Qué querría una máquina que ya no tuviera? ¿Acaso el dominio mundial de la cosecha de mangos, el imperio absoluto de la industria de pasta dental, o granjas y granjas de aves de corral? ¿Para qué le serviría algo de eso?
Primeramente, detengámonos en el verbo querer. Cuesta trabajo imaginar a una máquina querer, desear, tener aspiraciones. Si entendemos que los deseos nacen de la sensación espiritual o emocional de que algo nos falta para sentirnos a gusto, ¿dónde estaría el espíritu y el sentimiento (sea la bondad o el egoísmo) de un trozo de hierro con antenas y un circuito interno? ¿En qué oxidado tornillito encontraríamos algo parecido a la voluntad?
Por otra parte, un solo cachivache, por muy inteligente que fuera, no podría poner a sus pies a 6 000 millones de personas. Necesitaría fraguar alianzas con otros como él. ¿También serían capaces de sopesar intereses, y de llevar esas dos jabas clásicas —la de ganar y la de perder— para adelantar una negociación?
Pues bien, mientras la amenaza de la «sublevación de los robots» sirve para entretener las calenturientas sienes de los amantes del catastrofismo futurista y les da pasto a los escritores de ciencia ficción, invito a que miremos en derredor, y ahora abandono mi asiento bajo la mesa.
¡Cuántos robots, pero de carne y hueso, podríamos contar a dedo! Aquel entra a la oficina, rostro tieso, y no da los buenos días; aquel otro, sin importarle mucho el bienestar de la señora de canas que tiene delante, le roba en el peso y en el precio, y este de más acá, que pasa como una flecha en su carro de chapa azul, tiene suficiente acero-níquel en el rostro y en el corazón como para reparar en el transeúnte que le pide un poco de solidaridad.
¿Robots? Claro que sí ¡Mírelos ahí! Pronto, pronto... Vuelvo a refugiarme bajo el escritorio...