¿Somos los cubanos chapuceros? La incógnita, formulada así, como un relámpago, se antoja en principio demasiado «fuerte», como diría un ortodoxo que conozco.
Por otro lado, sería absurdo caer en generalizaciones —tan fatales siempre— y contestar de un porrazo afirmativamente.
Sin embargo, tal interrogante nos puede arrastrar con su chispa hacia un tema cardinal que muchas veces, en el agobio de la cotidianidad, saltamos como un juego.
No seremos, la mayoría, ese pueblo de remendones rudos al que se refiere la pregunta inicial. Pero en ocasiones, en varias vertientes de la vida, enseñamos un mal hacer vernáculo que, de no ser por su repercusión negativa, movería a la sonora carcajada.
No lo digo por las producciones rudimentarias de otro tiempo, como la de aquellos zapatos plásticos conocidos por «kikos», o los nombrados chupa orine (es otra la palabra exacta). Tampoco por los pantalones de sacos de harina, que se llegaron a comercializar con éxito nacional.
Lo digo por numerosos artículos toscos y «salvajes» que en el presente se expenden aquí y allá, como si no pasara nada en el mundo. Lo digo, también, por las obras que vuelan hoy con alas de colores y mañana están desplumadas.
Vayamos a las tiendas de productos industriales para encontrar la chapucería sin esfuerzo: figuras de yeso —que sirven acaso para alcancías— con aspecto deforme, tomacorrientes torcidos, perchas recurvas, desodorantes en cajitas plásticas que no cierran, enchufes de «juguete», talco de «almidón» en sobrecitos hechos con apuro...
La lista llenaría, probablemente, esta página. Y alguien, al leerla, quizá intente argumentar que esas elaboraciones resuelven. Contra esos razonamientos anquilosados cabría anteponer otra interrogante: ¿tenemos que resignarnos eternamente al pegote, al trozo, a la falta de presencia?
Cualquiera con un dedo de frente sabe que el período especial no ha terminado, pero esa verdad tan ancha como el Amazonas, no debe presuponer un conformismo ciego ni una renuncia a la calidad elemental, que nos haga consumir por los siglos de los siglos, por ejemplo, jabones de lavar de la bodega que parezcan esponjas, o cajas de betún con aspecto sintético, o cervezas a granel en un recipiente con aspecto de caldero abollado.
En no pocas oportunidades esa tendencia al mal hacer ha provocado la admiración en algunos ante un producto nacional con buena apariencia: «¡Mira, es hecho en Cuba!» Lo natural debería ser no pasmarse ante una confección doméstica y aspirar al mejoramiento constante de cada obra nuestra, por diminuta que sea.
Además, hay una chapucería peor, esa que está en la mente de los burócratas, los infla-globos, los ladrones de estos tiempos. Esa que está en el cerebro de quien quiere concluir «en la fecha prevista» un edificio aunque quede virado, o en la filosofía de quien ya ha pensado en el parche antes que en el decorado.
Esa es la misma chapucería que hace filtrar viviendas recién entregadas, o que desbarata ahora la tubería colocada apenas ayer en una obra.
Hace años un amigo y colega me contó, entre risas, una anécdota que encaja en estas líneas porque condensa la doctrina de esa imperfección deliberada y turbia:
Cierto día vio a un albañil que levantaba una pared torcida y, por eso, lo cuestionó: «Amigo, los bloques están quedando virados». El constructor, sin inmutarse, respondió: «No importa, eso lo tapa el repello».
¿Puede la sociedad cubana llenarse de esos repellos mortales que esconden lo encorvado? Pecaríamos de necios e infantiles si creemos ofuscadamente que no. Para evitarlo, tendríamos en primera instancia que cimentar siempre paredes derechas, no solo con cemento, sino también con la mente y el corazón...