Los colores son capaces de evocar en las personas emociones y estados de ánimo de la más heterogénea naturaleza. Los especialistas en el asunto aseguran que, en sentido general, los matices cálidos suelen ser muy estimulantes y provocar optimismo, aunque también, en determinadas circunstancias, pueden despertar agresividad.
A juzgar por las ordenanzas cromáticas, los cálidos aumentan el tamaño aparente de las cosas, en tanto que los fríos tienden a disminuirlo. Así también, los cálidos son propensos a unir, mientras que los fríos sugieren en sí mismos separación o desintegración.
Los fríos son casi siempre elegidos para decorar hospitales y consultas médicas por su capacidad para inducir calma y relajación. Los cálidos, por su parte, elevan el ritmo cardiaco. Y otros, aunque los expertos no los incluyen en esta relación, infunden miedo...
La digresión anterior no es gratuita ni mucho menos. La traigo a colación para apoyar una anécdota de corte tragicómico, que tuvo por protagonistas a un equipo manatiense de fútbol de la etapa prerrevolucionaria y a la tripulación de un carro patrullero de la dictadura de Fulgencio Batista, allá por los finales del año 1958.
Aquel día por la mañana los integrantes del popularísimo equipo Relámpago se desplazaban por la carretera central a bordo de tres automóviles, alquilados en Victoria de Las Tunas por el inefable Carlos Viú, rumbo a la indómita ciudad de Santiago de Cuba. Allí tenían concertado un partido con un once local en horas de la tarde. Jóvenes al fin, empleaban el largo trayecto en gastarse bromas y en especular acerca de los posibles resultados del juego.
El viaje marchaba de maravillas en medio de aquel ambiente alegre y entusiasta hasta que a la altura de Contramaestre divisaron en medio de la vía un carro patrullero que les bloqueó la marcha. Los autos se detuvieron. Al momento, un grupo de guardias se les acercó con la exigencia de que todos, sin excepción, debían echar pie a tierra.
El que parecía ser el jefe del grupo examinó uno a uno a los jóvenes atletas con ojos de perro rabioso, mientras acariciaba la empuñadura de su arma ligera de reglamento. Luego les ordenó a sus sicarios que registraran a fondo todos los vehículos. «No dejen un rincón de los carros sin revisar. ¡Revisen hasta las ruedas!», ladró.
Durante la inspección en los maleteros, uno de los esbirros confundió una botella llena de aceite con un coctel Molotov. Y otro una cubanísima maraca con una granada criolla. ¡Estaban aterrorizados! Si no hubiera sido por lo difícil del trance —aquella gente era capaz de matar por el motivo más baladí— era como para morirse de la risa.
Por fin el prepotente jefe de los militares batistianos se calmó un poco. Entonces les comunicó a los muchachos que su detención en plena carretera obedecía a una razón de «seguridad nacional»: todos estaban tildados de sospechosos, porque sus trajes de juego... ¡portaban los colores rojo y negro de la bandera del 26 de Julio!
Los atletas, que hacían el viaje enfundados en sus uniformes mandados a hacer en la habanera Casa Montero, especializada en artículos deportivos, convinieron con los sicarios de la dictadura en que, efectivamente, los colores eran los mismos: short negro con ribetes rojos y camiseta roja con ribetes negros. Pero, acaso ¿era ese un argumento para acusarlos a todos de revolucionarios? ¿Acaso era esa una razón para hacerle concesiones a la suspicacia?
Lo que realmente aterraba a los guardias batistianos era aquel grupo de jóvenes con destino a Santiago de Cuba, ciudad que hervía por entonces en medio de la lucha revolucionaria. Nuestros coterráneos tuvieron que hablar bonito para que finalmente aquellos energúmenos de uniformes amarillos y pistolas al cinto, después de revolverles todo dentro de los carros, los dejaran continuar viaje hacia la heroica ciudad oriental, a pesar de su terror al rojo y al negro.