El ratón explora sigiloso los estantes. Cuando el gato lo descubre, se esconde en una estrechez que su enemigo no puede vencer. Súbitamente, se desliza y corre veloz hacia su cueva. No logró llegar hasta el saco de granos. Pero su enemigo tampoco pudo atraparlo. Hasta el próximo intento estarán vigilándose mutuamente. Ninguno gana. Ni pierde.
De tal modo ha sucedido en casi 50 años entre la organización separatista vasca Euskadi ta Askatasuna (ETA) y los sucesivos gobiernos españoles: ni la primera ha obtenido —pistola en mano— independizar lo que llaman Euskal Herria (Navarra, País Vasco español y País Vasco francés), ni los segundos han podido reducir a ETA a la inacción, a pesar de operativos policiales, a veces más, a veces menos exitosos.
Ahora, tras un período de tregua desde el 24 de marzo de 2006, el ratón vuelve a tratar de escabullirse, y el gato intentará darle caza. Hace ya una semana, el grupo armado decretó la ruptura del cese el fuego, porque «no se dan las condiciones democráticas mínimas necesarias para un proceso negociador». Ello significa que el número de muertes —más de 800— podría incrementarse lastimosamente... sin un objetivo realizable.
Cabe decir, por cierto, que el comunicado sobre el fin de la tregua llegó tarde, pues el 30 de diciembre de 2006, un atentado de ETA cobró la vida de dos ciudadanos en el aeropuerto madrileño de Barajas. Si en medio de un alto al fuego, quien lo proclamó hace explotar una bomba, bien claro está que con el estallido se despide de la paz.
Solo unos días antes de ese suceso, el jefe del gobierno, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, había declarado con optimismo que en 2007 «estaremos aun mejor», en alusión a los avances en el diálogo con el grupo armado. Unos contactos de los que varias fuentes brindaron evidencias. No sería sorpresa: ni Felipe González ni el derechista José María Aznar se privaron de explorar ese camino.
Pero el atentado de Barajas colocó al ejecutivo socialista en un cruce de caminos. Hasta ese momento tenía, de un lado, la enrevesada tarea de conversar con ETA sobre su desarme, sin ceder un centímetro en el tema de la soberanía española, y por otro, soportaba las descalificaciones que le llovían desde el PP con la seguidilla de que «con terroristas no se negocia». Quienes la entonaban, habían ostentado el poder desde 1996 hasta 2004 y tampoco pudieron, con sus métodos, erradicar a esa organización. Sin embargo, frente a los intentos del PSOE, jugaron al perro del hortelano.
Zapatero, lógicamente, interpretó el suceso del 30 de diciembre como el fin de todos los intentos, pues haber continuado el diálogo le hubiera supuesto el suicidio político. El proceso regresó ese día al punto muerto en que había estado durante años. Y con una agravante para ETA: en adelante, ninguna de sus declaraciones de tregua podrá contar con crédito similar al que se le otorgó a la del 24 de marzo de 2006. ¿Cómo confiar, si en pleno intervalo de calma estallan bombas?
Así, el panorama cambió. El lunes 11 de junio, una reunión entre Zapatero y el jefe del PP, Mariano Rajoy —a quien la paz real le importa tanto como las sardinas en la Luna—, se saldó con el compromiso de unir a ambas fuerzas políticas en el combate contra ETA. Ningún despacho lo dice, pero de hecho, el gobierno socialista quizá tenga ahora sus manos algo más atadas para arribar a una solución factible, pues la derecha insiste en que «nananina jabón Candado» a cualquier posibilidad de negociación.
¿Qué queda entonces? La violencia, la fuerza ya probada. El viejo juego del gato y el ratón.
Que no conducirá a ninguna parte...