Poco favor nos haríamos si, como en el cuento de los hermanos Grimm, persistimos en hacer el papel del doctor Sabelotodo.
En nada ayudaría acudir a la artimaña de aquel campesino pobre de la fábula que, engaño de por medio, y bendecido por la casualidad, logró labrarse mejor futuro.
Para hacerlo le bastó poner en práctica la engañifa que le sugirió un doctor verdadero: «En primer lugar te compras un abecedario, de esos que tienen un gallito pintado en las primeras páginas; en segundo lugar vendes tu carreta y los bueyes y, con lo que saques, te compras trajes y todo lo que es propio del menester doctoral; y, en tercer lugar, mandas hacer un rótulo donde se lea «Soy el doctor Sabelotodo» y lo clavas bien alto sobre la puerta de tu casa».
La fama del estafador creció cuando un buen día un señor con cierta cantidad de dinero fue robado y acudió a sus servicios.
El cuento termina cuando llegaron al palacete y encontraron que la mesa ya estaba puesta; y el señor le rogó que comiese antes que nada. ¡Encantado!, dijo, pero con su mujer, la Grete; y se sentó con ella en la mesa. Cuando entró el primer criado llevando una fuente llena de suculentos manjares, el campesino dio un codazo a su mujer y le dijo: «Grete, este es el primero».
El campesino estafador solo quiso dar a entender que este era quien había servido el primer plato; pero el criado creyó que había querido decir: «Este es el primer ladrón». Como en realidad lo era le entró miedo, y cuando salió dijo a sus camaradas: «El doctor lo sabe todo; vamos a salir mal parados; ha dicho que yo soy el primero».
Así, sin astucia o suspicacia alguna, fue haciendo que los ladrones se creyeran ingenuamente descubiertos. Y terminó embolsillándose el dinero que le prometieron los ladrones por no delatarlos, y otra tajada del rico, como pago por descubrir el lugar donde se escondían sus ahorros.
Para un cuento no deja de ser curioso final, solo que en la vida real, en la sociedad real, las historias y sus finales se tornan siempre más complicados —aunque no falten sus doctorcitos Sabelotodo que gocen de buena suerte. Mas, no es precisamente con trucos, providencias, creyéndose el mago Mandrake, o sacando del sombrero las soluciones, como se resuelven los problemas.
Bien haríamos exorcizando la socorrida frase que escuchamos de cuando en cuando por ahí —o las actitudes que la hacen evidente— de «solo sé que lo sé todo, y lo que no me lo imagino», y suplirla por aquella que acabo de encontrar buscando a juegos de conocimiento en Internet: «solo sé que no sé nada».
La sociedad cubana ha debido purgar por lo que popularmente denominan «creerse cosas». Fidel alertaba sobre lo pernicioso de esa tendencia el 17 de noviembre de 2005, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, durante el discurso por los 60 años de su ingreso a esa institución.
«Una conclusión que he sacado al cabo de muchos años: entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante error era el creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo se construye el socialismo. Parecía ciencia sabida»...
El socialismo —se ha descubierto a cocotazos— tendrá vida mientras funcione más como un enigma que como una consigna. Lo «fácil» de esta última es que solo demanda repetirla y repetirla, hasta el cansancio...Lo primero es siempre incompleto y provocador. La consigna invita a la postración, el enigma a la «aventura»; y el hombre tiene mucho de Salgari.
Transgrediendo el imaginario de los hermanos Grimm, deberíamos poner en venta cada dogma con el que hemos cargado hasta hoy, y sobre la puerta de entrada de todos nuestros sueños situar otro cartel: «soy el doctor sabelonada».