Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los bolsillos del alma

Autor:

José Alejandro Rodríguez

No hay manuales ni recetas que valgan para alcanzar la generosidad, ese tesoro tan escaso en el mundo de hoy. El darse al prójimo es una virtud casi hormonal, desoxirribonucleica como el código genético. Viene de muy adentro, y se cultiva desde la infancia, se riega como a esas plantas agradecidas que luego estallan en verdores. De lo contrario, se seca antes de tiempo.

¿Quién se atreve a denostar de la esplendidez? Pero a la hora de practicarla, no son todos los que están y viceversa. Muchos aguzan los cálculos, y cerebralmente hacen sonar los bolsillos de su propia salvación.

Antípoda del egoísmo, gregaria, «la generosidad congrega a los hombres», según ese inmersionista supremo del alma humana que fue José Martí. El inmenso fue un espartano consecuente con tal definición, en una vida transida de entregas y renunciamientos personales.

El común de los mortales suele identificar la generosidad apenas en monedas y presentes. Y si compartir los bienes es una elevada demostración de altruismo —sobre todo cuando se tiene poco—, la simple repartición no siempre es muestra de magnanimidad, ni su más sublime acepción. Porque hay muchos egoístas de espíritu por ahí, que creen exorcizar sus demonios salpicando materialmente a los demás, hasta por conveniencia.

La más intrincada y escasa es la generosidad de alma, el derroche de sentimientos y ternura sin balanza para sopesar ni regatear; la capacidad de sentir por los demás y de situarse en su lugar. De amar y mitigar al paso, de romper los diques y barreras que nos separan muchas veces del resto de los humanos.

Meditaba en esos intersticios sentimentales porque, mientras tanto mediocre petulante se encierra en su concha a solazarse consigo mismo y a segregar al prójimo, por lo general los grandes y auténticos nos asombran cuando, ajenos a vanidades, se prodigan humildemente y sin condiciones. ¡Qué misterio el de esa ligadura entre el talento y la bondad!

Mientras observo a tantos fatuos con ínfulas por ahí —petimetres les llamó Martí— haciendo gala de un egoculturismo, por rebeldía recuerdo anécdotas elocuentes de notorios sin vértigos de altura, con vasos comunicantes y puentes hacia el prójimo.

Que me disculpe Omara Portuondo por la revelación, pero me relataron una anécdota suya que la hace aún más esencial para los cubanos. Un día alguien le refirió a la cantante que cierta señora devota de su arte agonizaba por la fase terminal de un cáncer. Y sin conocerla ni mucho menos, la diva que ha paseado esos trinos impredecibles por tantos auditorios del mundo, fue a prodigárselos a aquella mujer que expiraba.

Como soy empedernido coleccionista de anécdotas, el áureo cronista deportivo Elio Menéndez me reveló una muy elocuente de esa leyenda del boxeo que es Teófilo Stevenson, a quien él acompañara en un viaje a España en 1991, previo a la Olimpiada de Barcelona, por invitación de la Asociación de Periodistas Deportivos de ese país.

Elio nunca olvidará que, en medio de los fastos y agasajos en honor del monarca de los puños, este siempre estaba pendiente de que el cronista recibiera la misma atención. Y en un almuerzo en un lujoso restaurante de la Ciudad Condal, Stevenson no digería la gloria. Solicitó que se incluyera en los cubiertos a Kid Tunero, una estrella del boxeo profesional prerrevolucionario en Cuba, que vivía olvidado en la pobreza hacía años en esa ciudad. Tunero ni siquiera tenía el dinero para pagarse un taxi hasta aquel sitio, y Stevenson comprometió a los ilustres anfitriones a que lo localizaran, lo llevaran hasta allí y le confirieran la misma distinción a aquel eclipsado atleta, como un comensal de honor.

Así son los grandes. No olvidan los caminos por donde han ascendido, ni se desgajan nunca de los troncos y raíces, de la gente sencilla que los sostienen. No se encierran a solas con su gloria, sino que la comparten sin humos en la cabeza.

De dadivosos, llevan siempre vacíos los bolsillos del alma.

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