Imagínense que en lugar de papel para hacer los diarios se empleara la piel de los reporteros, y por tinta, la sangre de quienes se debaten diariamente frente a un teclado.
Imagínense que los lectores se comieran los mejores trabajos mientras mandan a la pira a aquellos que no consigan despertarles el apetito por los textos.
No alcanzarían las escuelas de Periodismo para entrenar cazanoticias y las redacciones serían un almacén vacío donde siempre el jefe de Redacción se estaría halando los pelos, pues ya no le quedan reporteros y el periódico tiene que salir.
Para suerte de todos, nuestros lectores no son caníbales aunque devoran con avidez o con abulia el alma de cada uno de los que practicamos este oficio y que es, sin dudas, la palabra.
La palabra, ese sencillo y aparente ensarte de letras, es la cadena de ADN del mundo. Cuando se utiliza como apero de labranza para buscar lo que de lindo tienen este planeta y los seres humanos, lleva en sí el hálito restaurador que mueve los mejores sentimientos para que esa agua que llamamos esperanza haga girar nuestras aspas y ocurra el milagro de la fraternidad y del cariño.
Pero si es prostituida por los periodistas y puesta a engañar fácilmente a sus lectores, o se utiliza para trasquilar a los pobres escondiendo bajo la mentira el pedacito de verdad que nos queda como utopía, entonces se convierte en cáncer.
Quienes no solo vivimos DE la palabra, sino POR ella, tenemos la responsabilidad de ponerla al servicio de la gente común que necesita expresarse socialmente en sus júbilos y sus angustias; como mismo tenemos el reto de preservarla para que llegue, digna y altiva, a labios y corazón de quienes nos sucederán.
Leía yo hace poco que en Noruega se construye un banco mundial de semillas. El archipiélago de Svalbard, en medio del océano Ártico, ha sido escogido para construir esa especie de almacén de la vida que permitirá alimentar a 9 000 millones de seres humanos en el 2050.
Y uno, ante tan hermoso proyecto, se dice que qué lindo sería que pudiéramos, de igual forma, crear un reservorio para las buenas palabras como amor, servicio, abrazo, cariño, colaboración, fidelidad..., para que no se nos extravíen entre tanta globalización de la mentira, de la guerra y de la muerte.
Un periodista honrado tiene que honrar la palabra como mismo lo hiciera Martí, sin otro compromiso que el de la verdad, si es que quiere dejar, también, su semilla protegida. Ante tanto desmán posmoderno y tanta tecnología esclava por matar la identidad de los pueblos, el decoro ha de ser ese hálito que le rodee y la haga permanecer para siempre.
Un texto de autor desconocido cuenta la historia de un viejo amerindio que le dijo a su nieto que sentía como si dos lobos estuvieran peleando dentro de su corazón. Uno, violento y vengador. El otro, lleno de amor y compasión. Y el nieto, ante tal descripción, preguntó: «Abuelo, y dime: ¿Cuál de los dos ganará la pelea?». A lo que el anciano respondió de manera sabia: «A aquel que yo alimente...». Hace, entonces, la reflexión de que cada vez que hablamos con pesimismo o señalamos los errores sin construir algo a cambio, estamos alimentando al fiero de los dos animales. Y alude a una verdad sin límites: todo ser humano, ante cualquier circunstancia, tiene la capacidad de elegir.
Quienes cultivamos la palabra como espiga tenemos que cuidarle con celo, y escoltarla, si no ando equivocado, con las buenas acciones para que mañana los jóvenes labriegos no se encuentren solamente, como herencia, un campo devastado por las bombas.