¿Estará usted proponiendo el consumismo en nuestro país? Así, directa y franca, fue la pregunta que varios lectores me dirigieron después de haber leído mi nota del 27 de octubre. Otros, en cambio, se interesaron por saber qué yo había querido decir cuando afirmé la conveniencia de alentar un mercado de compradores y no de vendedores. Ambas preguntas tenían que ver con esa última frase.
Les confieso, en verdad, que esperaba ambas interrogantes. Puse el señuelo —una idea sin desarrollar— para poder seguir aquella meditación sobre la calidad, iniciada hace dos viernes. En dos líneas no era posible explicar qué es el mercado de vendedores y qué el de compradores. El periodista cuenta con un espacio, y no puede quedarse corto, ni puede excederse. Por lo tanto, como nos vemos semanalmente era posible que yo dejara una duda en algunos de mis lectores hasta tanto pudiera disiparla. Analizado con objetividad, el tema resulta complicado y aparentemente sin interés para los no especialistas. Pero como debo de abordar aspectos que atañen a nuestra vida social, me encaro por momentos con teorías que, incluso, superan mi alcance.
He de advertir que por muy oscura, árida, aburrida que parezca la teoría económica, en especial los principios y las definiciones del mercado, los ciudadanos mantenemos, en la práctica, una ineludible y a veces traumática relación con ese conjunto de reglas, ideas, apotegmas...
A poco de ponernos a reflexionar en nuestras experiencias cotidianas, podríamos armar una intuición certera, hasta dolorosa, del «mercado de vendedores». Por ejemplo, usted va al agromercado por la mañana y adquiere platanitos a un peso por unidad, y si regresa por la tarde, verá esa misma fruta, ya ajada, recalentada, manoseada, con el mismo precio de la mañana, aunque su calidad haya disminuido. Usted, cliente, consumidor, se habrá movido en un mercado donde el vendedor predomina, campea, impone sus normas sin pensar en las necesidades del comprador. Usted, en ese mercado de vendedores, no cuenta. Es víctima. Y esa relación entre «victimario» y «víctima» puede establecerse porque la oferta es poca en ese y en los demás establecimientos. Es decir, usted, comprador, no tiene opción: o lo compra o no lo come; en otro sitio le sucederá igual.
Supongamos también que el comprador se interesa por un par de zapatos en una tienda de ofertas en CUC. El precio es filoso, alto. Pero como necesita el calzado, lo paga. Una semana más tarde —como suele la gente denunciar en periódicos y emisoras de radio— los zapatos se despegan. Y la tienda, por inflexibilidades de los mecanismos burocráticos, no los cambia, ni devuelve el dinero. Está claro: los zapatos provienen de un mercado donde el vendedor y los proveedores imponen las reglas. Tampoco, desde luego, el comprador cuenta con opciones: ¿dónde los puede comprar más barato o de mejor calidad?
Es cierto, el período especial forzó al país a crear tiendas para recaudar divisas, y cierto que esas divisas llegan al pueblo convertidas en recursos para la salud y la educación. Puede ser cierto también que, tras 12 años, sea necesario pensar en los compradores, porque a las «shoppings» no concurren solo los que, mediante las remesas familiares o sórdidos trucos, poseen divisas. Cualquier hijo de obrero necesita zapatos.
Por ello, no abogo por el consumismo. Faltaría a la lealtad que le he de profesar a la ética revolucionaria, si yo promoviera el consumismo —el hábito loco de consumir— como solución de nuestros problemas económicos.
Una de las propuestas más justas y atractivas de la Revolución es la ética del ser por encima de la ética del poseer. Valgo porque soy libre, culto, solidario; no valgo porque tenga tanto o más que aquellos. Pero si condeno el consumismo, creo oportuno el consumo. El que no consume —dijo recientemente un sociólogo— se consume.
Así, pues, si el mercado respondiera a los intereses de los compradores, la calidad del servicio empezaría a tener sentido. Porque entonces quien sirve y produce sí podrá decir: Mi trabajo es usted.