Las efímeras espumas lamen tu cuerpo tendido a la orilla y mueren en resaca. Estás en la frontera tierra-mar y en el linde realidad-sueño. Solo el sol y la brisa, solo el susurro del agua... Escapas en el tiempo y ya eres aquel niño que desciende veloz por las inmensas dunas de arena para alcanzar el lejano azul, como en aquella memorable escena final del filme Los 400 Golpes de Truffaut.
Súbitamente, «Mami, pitchea, mami, pitchea...» Un baffle cercano vomita el reguetón y abres los ojos. Maldices. Ni en este punto perdido de playa, puedes preservar la paz y la soledad ante la marea humana. Te volteas y allí muy cerca están los autos, los ómnibus, los camiones, las gentes, los calderos, los manteles, las neveras, los platos, las botellas. Y hasta las competencias de apertrechamientos. Más allá los turistas y los hoteles, más turistas y más hoteles... Ya el uso y la civilización, las inversiones, los edificios, han reducido las inmensas dunas a una franja de arena. Pero la playa sigue deslumbrando, de blancuras y verdiazules, como esas hermosas mujeres que, a puro quirófano, se resisten a las grietas del tiempo.
Dormitas de nuevo y las espumas cosquillean tus oídos. Vuelves a aquel niño, en una playa familiar, sin tantos progresos ni mercadotecnias. El festín de las gargantas eran los granizados de todos los colores, mamoncillos y aquellos pirulíes sostenidos en inmensos tableros por muchachos pobres, que no tenían tiempo para contemplar las olas ni dejarse arrastrar por ellas.
Ya casi ves a tu padre soltándote en los enigmas del mar, para que te las entiendas solo con este, y afuera miedos y salvavidas... ¡Zas! una volandera hoja de tamal te devuelve de las nostalgias. Ya Cuba comió, como diría un alardoso de fines de los 50. ¡Y qué importa! Las envolturas de esos compactos de maíz danzan por la arena. Alrededor, muchos bañistas consumen y consumen, gritan. Y ni contemplan el mar. Se sumerjen en las corrientes del yantar y el beber todo el tiempo. Ya están desparramados por la arena, ahítos de tanta golosina y brebaje, de comida chatarra o de caldero.
¡Ah!, la era de los envases plásticos, de las latas de bebidas, de la comida preempacada, portátil y viajera, que olvida el encanto de las mesas. Vacíos potes de helado Nestlé se disputan la arena con envolturas de galletas. Aquel forzudo sorbe el último trago de cerveza y arroja la lata de Bucanero al mar. Por allá unos gordos escandalosos y ya ebrios ultiman las cajitas de Ron Planchao, las convierten en pelotas y las lanzan al basurero abierto, democrático.
Ya no puedes dormir ni viajar en el tiempo. Te incorporas y ante tus ojos estallan raras luminiscencias: el sol se refocila en cada lata, en cada botella de cristal abandonada que los veraneantes apartan a un lado para acostarse en la arena. Ya no puedes volver a aquella mañana en que te bautizaste de mar limpio, casi virginal, de las manos de tu madre.
Te duele que se dediquen tantos recursos para conservar esa playa y no dejarla morir, y luego los insensibles la disfruten como a una mujer tarifada, que admite todos los derrames sin ninguna condición o compromiso. Te preguntas por qué no hay forma de coartar a los ignorantes o cómplices del ecocidio, por qué no pululan las multas en la arena así como en las carreteras. Le zumba que haya quien madrugue no para ordeñar las vacas, sino para sanear la playa luego del gran festín de los desechos, y a las pocas horas esté igual. Entristece ver el detritus desperdigado a solo metros de los colectores de basura. Y preocupa que no haya la constancia para, si no hay depósitos, envolver las esquirlas de la batalla pantagruélica en una bolsa y llevarlas consigo hasta que aparezca uno.
Pero lo más terrífico, casi como el manuscrito hallado dentro de una botella de Edgar Allan Poe, es descubrir en un artículo científico que una lata de cerveza lanzada al mar puede demorar un siglo en degradarse y un pote plástico 500 años. Ya tendrán bastante trabajo para entonces los arqueólogos, si es que quieren estudiar esta febril especie humana que disfruta sin preservar. Si es que para entonces quedan arqueólogos, y perdura la civilización. Si no se ciñe todo a un bing bang de muerte, a un mar de metálicos y plásticos náufragos, solitarios vectores de goces perdidos.