El tema de hoy pudiera parecer raro a algunos lectores. Tal vez lo consideren de escasa relevancia ante otros asuntos de índole más tangible, de mayor influencia en la cotidianidad. Respeto ese criterio. Pero como la columna está a mi nombre —y excusen la presunción— voy a comentar la carta de una lectora de Pinar del Río, cuyo nombre y dirección no cito, porque ella lo pide con humildad, como con humildad se queja del uso peyorativo que del gentilicio pinareño hace la prosa de esquina, incluso la presuntamente más elaborada expresión televisiva.
«¿Qué le parece todo esto relacionado con los habitantes de nuestra provincia? ¿Es que nosotros los pinareños tenemos algo distinto a las restantes personas de las demás provincias? Quizá usted tenga algunas palabras elogiosas para nosotros una de estas semanas en Coloquiando…»
Como vemos, el asunto no es tan raro, ni tan baladí. Si una o muchas personas se sienten agraviadas por algún proceder, alguna referencia que los aplana o rebaja, ya resulta un problema apto para comentarse en una columna periodística. Los lectores saben a qué se refiere nuestra corresponsal de hoy. El humor popular —y a veces más populachero que popular— atribuye a los oriundos de Pinar del Río una serie de anécdotas minimizadoras. Si alguien comete un disparate de libro Guinnes, ese es pinareño; si ocurre lo nunca visto, eso sucede en Pinar del Río. Así es. Los habitantes de la región más occidental del país vienen siendo, para algunos de otras regiones, una especie de totí, el pagador, el imán, de todas las sinrazones.
La lectora que me ha escrito acompaña dos artículos publicados en El Guerrillero, el periódico provincial. Uno de ellos, en particular, critica las alusiones negativas hacia los pinareños echadas al aire en un espacio humorístico de Cubavisión. Desde luego, el problema no implica que le asignemos la categoría de conflicto interprovincial, ni declaremos una especie de «guerra civil». Esto que en Cuba vemos, es también común en otros países. Casi una regularidad. Por ejemplo, en Venezuela le atribuyen todas las calamidades a los oriundos de una región que, si no yerro, es la del Táchira. En Bolivia, si la memoria se me porta correctamente, la gente estigmatiza a los de Tarijas… Y todo ello es folclor. Simple folclor que no supone, o no debe suponer, discriminación.
Me parece, sin embargo, que hemos de tener cuidado con el uso de esas manifestaciones folclóricas en los medios masivos de difusión. La libertad de expresión o de creación no supone una patente de corso para herir los sentimientos de una o muchas personas. Claro que no queremos una sociedad rígida, puritana, almidonada; sin humor, ni sátira. Pero del mismo modo que la Revolución abolió el humor que se encaramaba sobre los hombros de un «gallego» o un «negrito», o «un borracho» o una «mulata del rumbo», disminuyéndolos, no creo plausible que ahora utilicemos a los nativos de cierta provincia como palanca para hacer reír. A mi juicio, eso equivale a un humor fácil. Facilito. Pujón.
Por lo demás, le digo a mi delicada lectora que sí puedo escribir encomios sobre Pinar del Río. Sinceramente. Para mí es la provincia con los más originales, hondos, atractivos paisajes naturales. Y a su gente la estimo por noble, generosa, trabajadora, inteligente. En esa región tengo a varios amigos que figuran en la lista de los mejores. Y uno nota que allí, entre el lomerío exclusivo de Viñales, entre los bosques hipnóticos de Mantua y entre las playas y leyendas del Cabo de San Antonio, la gente conserva aún los valores originarios de la cubanía. Pinar del Río es una reserva de lo más puro de nuestra cultura y tradición.
A veces, en ciertas charlas dominicales, en la que el chiste ameniza, alguno —entre ellos yo— hace su cuentecito sobre «pinareños». Pero, en verdad, a cuáles pinareños nos referimos. Por supuesto, no a esos comprovincianos del occidente que amamos porque, además de ser nuestros compatriotas, enriquecen la nación con un aporte de valores muy respetables y necesarios. Tal vez hablamos de unos «pinareños» inexistentes, ciudadanos de un «pinar» imaginativo que, me parece, hemos de ir desarbolando. En justicia.