El viernes pasado terminaba yo esta charla semanal aludiendo una disyuntiva propia de un drama de Shakespeare: Ser o no ser honrados, esa es la cuestión. Y, siguiendo el asunto, un lector me llamó para contarme su conflicto moral. Venía de Alamar hacia La Habana, hizo señales a un auto de chapa estatal, que le paró y lo trajo. Al bajarse y darle las gracias, el ocasional pasajero oyó que el chofer le decía: «Son diez pesos». Él le respondió: «Te pago, sí, pero te denuncio».
¿Hice bien o mal?, me preguntó un tanto ansioso. No me gusta ser juez, le dije. Prefiero, antes que dar respuestas, hacer preguntas. Y le pedí todos los detalles, y abundó contando que el chofer no reaccionó violentamente; al contrario, explicó que él tenía que defenderse, que su sueldo era bajo y no le alcanzaba. El resto de los viajeros le recomendó al pasajero agraviado que no fuera extremista, que el chofer, en verdad, tenía que defenderse y que, además, les había resuelto.
El episodio no es único para cuantos andamos en la calle. La calle, esto es, el oído y la piel puestos entre la gente, tiene más capacidad de síntesis que las estadísticas y los informes burocráticos. Desde hace rato, no solo los choferes particulares, con licencia o sin ella, cobran diez o veinte pesos, por echar un salvavidas al viajero apremiado por la escasez del servicio de transporte. Algunos conductores de organismos estatales también cosechan el cobro de uno o varios pasajes acentuando la naturaleza inmoral e ilegal del acto.
Vamos a demostrarlo. En efecto, aceptemos que el sueldo no le alcanza al chofer del organismo estatal. Y eso puede, en parte, explicar que cobre a cuanto viajero quepa en el auto, el camión o el ómnibus. Pero no justifica su acción. No la justifica, porque utiliza un medio que no le pertenece, y del dinero que recauda no invierte ningún peso en los gastos del vehículo, ni en otro epígrafe, salvo que lo comparta con un cómplice. Es decir, toda la ganancia va parasitariamente a su billetera. Y así, más que compensar su salario, más que «defenderse» a la criolla, ese chofer puede, con los días, levantar un capitalito. A ese negocio, lo llama el pueblo la «estaticularización» de los recursos públicos.
Por lo tanto, visto en justicia, no es ningún infeliz. Más bien es un pícaro. El pícaro en que va derivando alguna gente… Y hablo de estas cosas tan amargas, porque no sé si nos damos cuenta de que entre nosotros se huele el tufo de la descomposición. Los valores siguen descascarándose. Y es verdad, ante todo, que las personas que se deterioran moralmente son, en el primer escalón, responsables de su declive. Para corromperse, hay que querer corromperse. Como decía Einstein —que a veces opinó de ética con la misma puntería que en la física—: Para ser una excelente oveja, hay que ser, primeramente, una oveja.
Pero no es todo el análisis. Si nos quedamos echándole la culpa al chofer que se aprovecha del recurso estatal para incrementar sus dineros, tal vez jamás llegaremos a rellenar la depresión moral que tanto nos aturde. Es evidente que la falta de medios compone una especie de ocasión para las actitudes corruptas, ilegales, delictivas. Si vemos a alguien orinando en la calle, hemos de reprochárselo, pero podría él justificar su acto aduciendo que en nuestras ciudades no existen baños públicos. Nosotros le responderíamos: Cierto, pero la vergüenza ha de andar por encima de cualquier imposibilidad. Ha de buscar el recato. Mas —se cuestiona uno mismo— ¿dónde están aquellos padres o aquellos maestros que decían a sus alumnos o a sus hijos: Primero mancos que ladrones; primero muertos que deshonrados. Y vemos que todo se entrelaza: la insuficiencia material y una educación que a veces priorizó la instrucción; los defectos de una familia que se acomodó a que el Estado la supliera y la indiferencia ante la custodia de los bienes del Estado…
En fin. ¿Hice mal en denunciarlo?, insiste el lector que sirvió de inspiración para estas líneas. Si usted cree —le respondo— que su honradez debió de pasar por ese trance, hizo lo correcto. En general, pienso que de alguna manera hay que hacerles recordar a cuantos se aprovechan de las necesidades de sus compatriotas, que hacer el mal tiene su precio. Ahora bien, necesitamos también que cuantos tienen que controlar se percaten de esta experiencia: la denuncia y el castigo, solos, ni transforman al hombre, ni mejoran la realidad.