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Chile: salvar la memoria

A 50 años del inicio de uno de los capítulos más sombríos vividos en América Latina, algunos pretenden cambiar la historia. Washington prohijó el golpe y estaba al tanto de todo

Autor:

Marina Menéndez Quintero

El medio siglo de uno de los golpes de Estado más sangrientos y que entronizaron represión continuada en Latinoamérica encuentra a su víctima, el pueblo chileno, enrolado en la necesidad urgente para unos de abolir el legado que la dictadura resultante de la asonada implantó, y el deseo de otros de mantenerlo.

Pudiera considerarse que sustituir la Constitución impuesta en 1980 por el verdugo general Augusto Pinochet busca eliminar lo que sería el último vestigio de un régimen militar que ahogó en sangre no solo al Gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, al propio presidente y a sus defensores, sino a todo el que «osara», después, levantar la voz en contra.

Ante la derrota sufrida en plebiscito, el año pasado, por el primer proyecto que elaboró una asamblea constituyente conformada en gran parte por independientes y que muchos tildaron de «radical», ha seguido un Consejo Constitucional donde la ultraderecha tiene mayoría, y una Comisión de Expertos designada por el Congreso que revisa. Ello deja prever un texto, posiblemente, en el otro extremo.

Sin embargo, puede que el legado peor no sea ese, si bien la vieja Constitución ha sido una herencia «en blanco y negro» para asegurar la perpetuación del modelo que la dictadura instauró: se le ha llamado «pinochetismo sin Pinochet» aun después de las reformas a que esa Carta Magna ha sido sometida, y mediante sus preceptos se le cerró por mucho tiempo el paso a los partidos progresistas y se instauró el neoliberalismo que convirtió a Chile en «vitrina».

Vista la manera en que voces dentro de la sociedad intentan ahora justificar los crímenes de aquel régimen, pudiera colegirse una vez más que, después de los muertos, desaparecidos y torturados… después del terror paralizante, la consecuencia más execrable que pudiera admitirse, post mortem, a la dictadura militar pinochetista, sería «santificarla» mediante la desmemoria. La verdad es garantía de no repetición.

Esos esfuerzos por parte de los reductos de una derecha reaccionaria cuyos antecesores, en su momento, respaldaron y fueron cómplices del régimen militar, parecen muy a propósito después que las protestas masivas de 2019, con antecedentes en las manifestaciones estudiantiles de 2006 y 2011, forzaron precisamente el proceso constituyente en marcha y demostraron, como afirmaron muchos chilenos entonces, que se perdió el miedo sembrado por el terrorismo de Estado de Pinochet.

Tampoco silencio

Durante años, cuando se hablaba del saldo oficial de víctimas de un régimen que masacró sin piedad y mediante el terror impuso el silencio —reacción sicológica de una sociedad ante la barbarie y la impunidad—, se podía mencionar apenas las 2296 personas que el llamado Informe Rettig identificó en 1991 como víctimas de violaciones a los derechos humanos.

El documento, de carácter oficial y primero en la materia emitido después del golpe por la Comisión Nacional de
Verdad y Reconciliación, surgida tras la salida de Pinochet del poder en 1990, fue considerado como un aporte, pese a su escaso alcance para retratar tanta saña.

Sin embargo, puede que su corto radio de investigación no fuera responsabilidad solo de los nueve miembros de la comisión que presidió el jurista Raúl Rettig: apenas se había presentado ante ella 3 550 denuncias.

Hoy se manejan con soltura las cifras espeluznantes que ha recogido durante los años posteriores el Ministerio de Justicia: más de 40 000 víctimas entre las que se cuentan ejecutados, detenidos y torturados, y quienes fueron objeto de desaparición forzada.

Los números también evidencian que la represión no fue solo un tenebroso método para hacerse del poder luego del bombardeo al Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973, la inmolación de Allende, y los arrestos ilegales, torturas y asesinatos que cobijó por meses el Estadio Nacional en Santiago, convertido en campo de concentración adonde se afirma fueron llevados, al menos, 7 000 chilenos.

Además, reprimir fue el modus operandi de Pinochet durante todo su régimen para acallar a los inconformes y demostrar su fuerza. Un crimen ilustrativo del carácter continuado de esa monstruosa política fue el ataque y quema vivos de Carmen Rosa Quintana y Rodrigo Rojas de Negri, convertidos por militares en piras al inicio de una jornada de protesta nacional. Rodrigo pereció cuatro días después y Carmen Gloria sobrevivió con lesiones provocadas por las llamas en más del 60 por ciento de su cuerpo, que todavía la marcan. Era el 2 de julio de 1986: ¡13 años después del ataque a La Moneda!

El «pecado» de Allende y el real crimen de EE. UU.

Luego de un primer e infructuoso encuentro con las urnas, el triunfo electoral de Salvador Allende y la Unidad Popular en 1970 constituyó un hito. Se trataba del primer intento de instaurar el socialismo en un país de Latinoamérica mediante el voto, y tras su asunción se acometieron medidas que pronto perfilaron el carácter nacionalista y de justicia social de esa gestión, considerada como «el más ambicioso proceso de cambios sociales, económicos y políticos del que haya sido testigo Chile», según valora memoriachilena.gob.cl,  de la Biblioteca Nacional Digital.

El eje de su Gobierno era la construcción de un Estado Popular con economía planificada y en buena parte, estatizada. Lo más representativo en tal sentido fue la rápida nacionalización del cobre, el principal recurso del país, algo que el Congreso le impidió hacer con otras empresas estratégicas que, por eso, fueron tomadas por los trabajadores y luego expropiadas de acuerdo con la ley; o sus acciones compradas por el Gobierno para tener control sobre ellas.

Con la Unidad Popular se profundizó la reforma agraria, se impulsó la enseñanza y el acceso a la universidad; se mejoraron las condiciones del sistema de salud y se acometió un programa de distribución de leche para los niños, entre otros pasos que incrementaron el gasto social y la atención a los desposeídos en un país que tenía altos índices de mortalidad infantil, y mostraba 24 por ciento de su población en situación de pobreza, como recogió un informe elaborado después, en 1984, por la Secretaría de Desarrollo y Asistencia Social de la época.

Tales cambios no fueron admitidos por una derecha que desde el primer momento contó con el respaldo del Gobierno de Estados Unidos y su instrumento intervencionista, la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Documentos desclasificados en los años posteriores demuestran que en la Casa Blanca, ocupada entonces por Richard Nixon y teniendo como mano
derecha al siniestro Henry Kissinger, primero como asesor de Seguridad Nacional y luego desde la secretaría de Estado, no solo estuvieron al tanto, casi «en tiempo real», de todo cuanto ejecutaban el 11 de septiembre de 1973 los militares, a quienes habían dado tácitamente su anuencia luego de fracasar en el propósito de que la derecha ganara dos tercios del Congreso en las elecciones legislativas de marzo de 1973. Pese a todo, ello no ocurrió y la Unidad Popular se fortaleció. Eso echó por tierra la aspiración de que los opositores tuvieran votos suficientes para sacar a Allende del Gobierno desde el legislativo.

Washington conspiró incluso desde mucho antes, primero, para evitar su llegada al poder y luego para debilitar el apoyo popular con que contaba, un propósito para el que la CIA dispensó apoyo financiero, particularmente, a la Democracia Cristina, mientras se intentaba desestabilizar al país con la manipulación mediática, gracias a las páginas de El Mercurio y los manejos sucios para provocar desabastecimiento y crear un caos económico que hiciese desear la intervención de los militares, entre otras acciones secretas.

En alusión a esos años, Peter Kornbluh, investigador de los Archivos de Seguridad Nacional y quien hace casi 40 años hurga en los «papeles» estadounidenses desclasificados y exige su salida a la luz, afirmó hace unos días en entrevista concedida a interferencia.cl que se trata de «miles de documentos, incluidos registros operativos de la CIA sobre operaciones encubiertas para fomentar un golpe de Estado en Chile».

Las razones estaban claras de acuerdo con la geoestrategia de EE.UU. En un memorando secreto citado por Kornbluh y fechado el 5 de noviembre de 1970, Kissinger había conminado a Nixon desde entonces a actuar con el argumento de que «la elección de Allende como presidente de Chile plantea para Estados Unidos uno de los desafíos más serios jamás enfrentados en este hemisferio. Su decisión sobre qué hacer al respecto puede ser la decisión de asuntos exteriores más histórica y difícil que tendrá que tomar este año, porque lo que suceda en Chile durante los próximos seis a 12 meses tendrá ramificaciones que irán mucho más allá de Estados Unidos. Relaciones chilenas. Tendrán un efecto sobre lo que suceda en el resto de América Latina y el mundo en desarrollo y sobre cuál será nuestra posición futura en el hemisferio. Y en el panorama mundial más amplio, incluidas nuestras relaciones con la URSS. Incluso afectarán nuestra propia concepción de cuál es nuestro papel en el mundo…»

¿Cuánto se parecen estos «razonamientos» y la injerencia de Estados Unidos en Chile a su actuación contra los procesos que les son molestos hoy? Eso tampoco puede perderse en la memoria chilena… ni en la del mundo.

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