CARACAS.— Pocas cosas dejan ver tan claramente los contrastes derivados de la guerra contra Venezuela como el metro de su capital. La inmensa telaraña bajo tierra muestra lo mismo la portentosa factura del Primer Mundo que un subdesarrollado cuadro de saturación y tensiones directamente conectadas con las zancadillas que los centros de poder ponen delante no solo a un presidente que hace un discurso sino también a un pueblo que opta por seguirlo a lo largo de «raíles» diferentes a los que monta Occidente.
No, señores, ni los amigos de Venezuela pueden negarlo: el metro de Caracas no es lo que fue. Aglomeraciones, avalanchas, calores y tardanzas componen el actual paisaje subterráneo de esta urbe. Decirlo es fácil —de hecho, casi todos lo hacen, sobre todo en la muy ocurrente prensa hostil—, pero pocos se detienen en los porqué.
Si alguna vez, cuando las bombas del planeta eran menos voraces, en muchos lugares se concebía que construcciones similares servirían como posibles paraguas ante agresiones, ahora el metro caraqueño es ciertamente, de otra manera, un refugio masivo, especie de «último bastión» de tráfico citadino que el acoso derechista internacional va dejando a un pueblo que necesita trabajar, vivir, moverse…
Tras la guerra en los cielos a sus aeropuertos y aviones, tras la marcha progresiva de infinidad de compañías por tensiones financieras provocadas por ya saben ustedes quién, vino el asedio al transporte de superficie —en crisis con las gomas, las baterías, el aceite…— que ha hecho difícil moverse por carretera en un país que, gracias a la extrema generosidad con el combustible, ha sido durante años una especie de Babel vehicular en el que miles de choferes, apiñados, apenas han podido entenderse en la vía. Después de eso, claro, tocaba la ofensiva contra el metro.
Cuando la gente, aguijoneada por el robo fronterizo del efectivo, no alcanza el pago de las «busetas» privadas o cuando, en no pocos casos, se ha visto precisada a parquear sus propios carros, tuvo que mirar de todas todas abajo, a ese amigo generoso que en las entrañas metropolitanas moviliza hasta las once de la noche una masa crecida y creciente. Por lo que se dice y se percibe, muchos han tenido que bajar el orgullo y las escaleras y aprender a trasladarse entre los tres millones que cada día llegan a su destino en estos vagones de subsuelo.
El asmático ahogo del aire acondicionado, impotente frente a tantas narices, los serios retos a la caballerosidad, el eventual tránsito de vendedores y de personas pidiendo más ayudas de las que ya da el Gobierno y la irregularidad en el tiempo de espera conforman un subtexto que no puede leerse a la ligera porque lleva detrás una formidable guerra de cuarta «degeneración» imperial.
Quien crea, por ejemplo, que el deterioro del metro no está conectado con el atentado a Maduro, simplemente se embarcó en el rapidísimo tren de la ingenuidad, que también lleva en este mundo más pasajeros de lo aconsejable.
Unas jornadas de metro dan al que tenga dos ojos y un trozo de corazón el entendimiento cabal de la «parada» exacta en la que la derecha de Washington y sus dedos latinoamericanos quieren bajar bruscamente al proceso social venezolano.
En el subterráneo se lucha, y no solo por subir o apearse. La Revolución se empeña en recuperarle el esplendor que hizo que, en cierta época, se le considerara en la cima de los de Latinoamérica y a la altura, incluso, de otros muy reputados como el parisino. Entre los planes actuales de Miraflores —que por presiones económicas y convicciones sociales estableció el pasaje gratuito— de restañar el muy lastimado transporte público, el metro ocupa un sitio de prioridad.
Aunque jamás las buscan, las revoluciones muestran con hidalguía sus cicatrices. Con claroscuros, el metro caraqueño es otro mural de la lucha. Si se busca para el adormilado selfie turístico se pierde el tiempo, pero tampoco puede decirse que la crisis inyectada con jeringa yanqui ha podido robarse la belleza de un país que es, con su gente, auténtica postal de América. Metro incluido.
En el entorno interior y periférico de las 47 estaciones en funcionamiento puede apreciarse más de un centenar de obras artísticas bi y tridimensionales, en franca batalla contra lo feo, contra el estrés, contra la agresión que quiere anular, primero que nada, el amor y el arrojo para encarar cada día.
La tierra de Chávez tiene al fuego la cazuela de la Revolución, así que nada es apolítico aquí. Si este medio de transporte está más o menos hermoso, lleno o vacío, ello tiene que ver con el trayecto histórico de la nación. Juan Bimba, el personaje que en el imaginario colectivo encarna al pueblo venezolano, ha tomado el timón en esos 66 kilómetros en las raíces mismas de Caracas y, por fortuna, no parece tener ninguna intención de dejar el mando en cabina.