1) Juana de Arco; 2) el Sena, visto desde el último nivel de la Torre Eiffel; 3) las victorias napoleónicas en el Arco de Triunfo, y 4) en la Ópera, la marca de un majadero. Autor: Luis Luque Publicado: 21/09/2017 | 05:04 pm
En París confluyen lo excelso y lo profano, sin estorbarse mucho mutuamente. En la pequeña escalinata del Teatro de la Ópera, donde me siento a reposar, hay turistas de toda lengua, tamaño, color y rango. En cartelera, El buque fantasma, de Wagner, y mientras unos hacen la cola —breve, por cierto—, otros solo descansan en los escalones.
Encima de las columnas, está grabado «Mozart, 1756-1791», «Beethoven, 1770-1827», y otros más. Los turistas, muchos de ellos japoneses —supongo que Japón está vacío a esta hora, pues la presencia de sus viajeros en París es abrumadora— husmean en la altura y hacen fotos, lo mismo de los nombres y bustos de los compositores, que de las regias esculturas, y aun de la estela que van dejando, a decenas y decenas de kilómetros de altura, los aviones que cruzan minuto a minuto el cielo de la ciudad.
De pronto, justo frente a los que estamos en la escalinata, tres jóvenes que supongo inmigrantes africanos llegan y montan en la acera un equipo de DVD y unos altavoces. Anuncian: «Ladies and gentlemen, mesdames et messieurs, the show is about to start!». Va a empezar el espectáculo. En efecto, mientras curioseamos de qué va aquello, la música de Lady Gaga y la de Michael Jackson se mezclan con el aire frío de la tarde, y los improvisados artistas comienzan a ejecutar complicados pasos, incluidos los del añejo y renovado break-dance. Al final, «merci beaucoup, thank you!», dicen dos de ellos, y comienzan a pasar sus sombreros entre la multitud, que los ha grabado y fotografiado.
Ya para ese momento estoy a salvo, observando más de cerca las rejas del vestíbulo del teatro. Y en el bronce resplandeciente descubro que también por estos lares hay quienes se dedican a dejar en la propiedad social marcas que nadie les pidió: «Y+J=LOVE», «M+A= ». Pienso: «¡Si Napoleón te coge, mi’jito...!»
Sí, Napoleón, pero no aquel, sino el III, el sobrino. Aunque también el «gran corso» pobló París de impresionantes construcciones. Como la iglesia de la Magdalena, similar en sus exteriores a un gran templo griego, sobria y tenue de luces en su interior, donde un órgano reproduce notas solemnes que aceleran el pulso. O la columna de la Plaza Vendôme, que casi no cabe en la lente y que refleja una victoria militar del Emperador: la de Austerlitz. O el Arco de Triunfo, en la Plaza de la Estrella.
Para llegar allí, caminando desde La Magdalena, debo cruzar la Plaza de la Concordia, donde Luis XVI y María Antonieta perdieron la cabeza en la guillotina. Como no quiero correr igual suerte que Toña y mi tocayo, espero disciplinado los cambios en el semáforo, pues el tráfico en la explanada es como el de un hormiguero donde han esparcido azúcar.
La de la Concordia es una plaza inmensa. En sus fuentes, figuras mitológicas descansan en barcarolas, y otras, más cerca del borde, sostienen peces dorados que escupen potentes chorros. En el centro de aquel espacio se yergue el obelisco de Luxor, obsequiado a Francia en el siglo XIX por un sultán turco que a la sazón gobernaba Egipto, y que entendió que podía regalar lo que no era suyo. Justo desde allí se observa, a poco más de un kilómetro, el Arco de Triunfo.
Camino hacia él por los Campos Elíseos, por la ancha acera derecha. El follaje de los árboles, en el que se esconden miles de luminarias que por la noche sorprenderán al viajero, está podado de modo que se remarca la verticalidad. Cafés y restaurantes. Tiendas y más tiendas, vidrieras del «glamour»… Los voy descubriendo a la carrera, pero no les presto demasiada atención. Voy, pendiente arriba y ya con el abrigo en la mano, hacia mi objetivo.
Tomo un respiro, eso sí, ante una escultura de Charles de Gaulle. El General no descansa en el pedestal: camina. «Hay un pacto de 20 siglos entre la grandeza de Francia y la libertad del mundo», se cita en el granito negro.
Por esta avenida anduvo él, en agosto de 1944, cuando los indoblegables parisinos y el ejército de la Francia libre echaron a los ocupantes nazis. «París ultrajada, París destrozada, ¡pero París liberada!», evoco al mirarlo. Y un viandante, a mi pedido, me hace gentilmente una foto.
Para acceder al Arco de Triunfo, ubicado en el centro de la transitada Plaza de la Estrella, desciendo por unas escaleras desde los Campos Elíseos, camino por un túnel bajo la calle, y salgo otra vez hacia la superficie, a la derecha del monumento.
La Tumba del Soldado Desconocido, honrada con fuego perenne, está en la base de la mole de piedra, que deslumbra y achica. Y de las grandes esculturas que decoran la fachada del Arco, me fijo particularmente en la de Napoleón, coronado por el Triunfo. Toda la «gloria» de sus campañas militares está incrustada en los nombres de las batallas ganadas, dispersos por las paredes de la construcción: Smolensk, Mantua, Tarragona, Dresde…
No aparecen, por cierto, los nombres de los miles de civiles pasados a bayoneta en Jaffa (actual Israel), ni de los madrileños cuya tragedia ilustró Goya, fusilados por rebelarse el 2 de mayo de 1808 contra el tirano extranjero, ni de los ahorcados, las mujeres violadas, los huérfanos… A la historia le encantan los laureles de los grandes, pero silencia el drama de los desconocidos. A esos solo les otorga un número.
Bonaparte descansa no lejos de allí, en el Hotel des Invalides.
No le hice la visita.
A 7 728 Kilómetros
Encontrar una bandera cubana en el punto más alto de la Torre Eiffel es una cálida palmada en mi rostro, que a las 11:00 a.m., y a unos 10 grados, está algo contraído. La señora de las cinco franjas estaba, como otras enseñas, encima de las mamparas de cristal que permiten otear París sin exponerse demasiado al frío, y marcaba la distancia exacta a La Habana: 7 728 kilómetros.
«Dicen que hay restaurantes allá arriba», contaban siempre los que traían a una conversación el tema de la Torre. Y yo, abstraído más por el espectáculo de París que por la gastronomía potencial del lugar, ¡ni cuenta me doy! Sí veo, en lo que creo un bar, que una copa de champán vale como siete euros. Y me felicito porque el alcohol no me dé ni frío ni calor…
Al cielo, aclaro, no se sube de un tirón. Con el ticket en la mano —el colorido cartoncito cuesta 13 euros (¡uf!)—, se pasa por controles de seguridad en una fila bien ordenada, y después a un elevador con capacidad para unas 20 personas. Antes de llegar al tope, se hacen paradas en un primer y en un segundo nivel, este último a 115 metros del suelo, desde los que ya se disfruta de una vista admirable. Un gran mural, como en acrílico, invita a los visitantes a ejercitar el bolígrafo allí. Miles de nombres —muchos de parejas de enamorados—, y en caracteres diversos —lo mismo latinos que cirílicos, chinos o japoneses— se agolpan en la superficie, por lo que es difícil encontrar un espacio mínimo. Lo hallo, al fin, y también cuelo dos nombres…
«Au Revoir, Jeanne»
A los pies de la armazón metálica ideada por Monsieur Eiffel, corre el Sena, que como una vena de historia conecta sitios ineludibles de la urbe. El batobus, una barca estrecha y alargada, se encarga de llevar a los viajeros a muelles cercanos a esos lugares: al Hôtel de Ville (el Ayuntamiento, en cuya plaza un grupo de rock animaba a acercarse a unas tiendas de campaña instaladas para donar sangre), y a la Catedral de Notredame.
Cuando tira las amarras en esta parada, me bajo rápidamente, pues la tormenta más gris que recuerde viene persiguiéndonos. Observo, mientras gano la acera, a cuatro muchachas que cantan Dancing Queen, con el «cepillo» a sus pies. No delatan, por su aspecto, estar necesitadas. Tal vez algún capricho que papá o mamá se negaron a satisfacer, pretenden suplirlo con un poco de Abba. No es mal negocio, y los que corremos para ponernos a salvo de las gruesas gotas que empiezan a caer, lo agradecemos.
Imagino que el espectáculo de una jaba de nailon en mi cabeza resulta algo extraño para los que también vuelan a buscar refugio en la Catedral, pero no estoy para reparos. Logro entrar con dificultad —¡son tantos los que asaltan el pórtico!—, pero todos cabemos, todos. Horas de música sacra, de escultura gótica, de vitrales como libros, de exquisita ingeniería que se ríe de quienes insisten en «siglos de penumbras». Y las campanas, vuelto el sol, recuerdan que París, además de Hugo Boss y Chanel, es también Carlomagno, y es Juana de Arco…
Regreso al Sena, y el batobus me deja a pocos metros del Louvre, sitio donde hago la cola más gustosa de mi existencia. Un turista rubincundo se hace el «listo» y salta una de las barreras que organizan la fila. Automáticamente, unos guardias de seguridad lo obligan a regresar y ponerse al final.
La Gioconda es, tal vez, la meta principal de muchos de los que visitan el museo. En la sala de pintura renacentista italiana, ella los espera detrás de un cristal blindado, mientras se entretiene observando, en casi toda la extensión de la pared opuesta, un enorme lienzo multicolor que representa Las Bodas de Caná. Los turistas la miran, comentan entre sí, disparan los obturadores, y algunos se preguntan qué tiene de particular, entre tanto prodigio pictórico, un simple retrato de mujer.
Vagando por las galerías encuentro nuevamente a Napoleón —«déjame en paz, ¿no ves que me estoy coronando?»—; a la Libertad, desnudos sus pechos, encabezando la rebelión de los parisinos contra el monarca tirano; a un Hammurabi que recibe del dios Sol uno de los más antiguos códigos legales de la historia, y a Venus, desnuda y sin brazos. Le doy la vuelta, curioso, y descubro formas e inclinaciones que los textos de historia del arte, apegados a una aburrida perspectiva frontal, nos han negado siempre.
Mis piernas protestan, pero soportan hasta que se hace de noche y la escalera mecánica me devuelve al vestíbulo en la pirámide de cristal. Al salir, veo el parpadeo multicolor de la Torre —omnipresente—, y cruzo la calle junto a una mujer dorada, que me acompaña en su cabalgadura: es Juana de Arco, cuyas cenizas guardó el Sena un día…
«Hasta la vista, mademoiselle», la miro, con la diestra sobre el corazón. Y me apuro, pues una fina llovizna insiste en aguarme la última noche en París.