Refugiados junto a cerca en campo Abu Shouk, en Darfur. Foto: AFP Sudán, la nación más extensa de África, sigue pagando el costo del colonialismo. Sus fronteras, heredadas de un pasado vinculado primero a Egipto y después a Francia y al Reino Unido, continúan ignorando pueblos y costumbres para dividir al desierto y a su gente.
En este contexto ha surgido el nombre de Darfur (tierra del pueblo de los Fur, en idioma local), ignorado por muchos hasta 2003 cuando se transformó, de la noche a la mañana, en un símbolo del caos, la arbitrariedad y la lucha campal por los recursos energéticos en África.
El pasado 16 de mayo, Estados Unidos logró que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas votara a favor de la sustitución de las tropas de la Unión Africana, desplegadas en Darfur desde 2004, por un contingente bajo el pabellón de la ONU.
Jartum, no obstante, se ha opuesto firmemente y en reiteradas ocasiones a la idea del despliegue de los cascos azules, lo cual supondría la entrada de las fuerzas norteamericanas en una región estratégica ubicada en el umbral de una de las zonas de mayores potencialidades petroleras del continente. De ahí la razón por la que
Washington quiere manipular los conflictos. Es preciso recordar que el 15 por ciento del petróleo que consume EE.UU. proviene de África y en diez años esta dependencia será del 25 por ciento.
Desde hace varias semanas, diferentes personalidades internacionales han visitado Jartum para tratar de convencer al presidente sudanés Omar Hassan Al-Bashir de aceptar el despliegue de una fuerza de paz en su territorio.
Todo parecía indicar que el pasado 5 de mayo se lograría un acuerdo final. Abuja, la capital nigeriana, fue escogida como la sede de las negociaciones de paz y hacia ella se dirigieron las cuatro partes que intervienen en el conflicto: el gobierno del presidente sudanés Omar Hassan Al-Bashir, las dos facciones que forman el Ejército de Liberación de Sudán (SLM, por sus siglas en Inglés) y el Movimiento para la Justicia y la Igualdad (JEM).
Por su parte, la «comunidad internacional» estuvo representada por el ex subsecretario de Estado norteamericano Robert Zoellick; el ministro británico de Desarrollo, Hillary Benn y otros líderes regionales.
La mesa, al parecer, estaba servida para la «paz». Estados Unidos y Europa esperaban terminar de una vez y por todas con la pesadilla de Darfur, que comenzaba a amenazar el frágil pacto alcanzado por el gobierno sudanés, finalmente, en enero de 2005 con el Movimiento Popular para la Liberación de Sudán (SPLM, por sus siglas en inglés), liderado por el desaparecido John Garang de Mabior, la organización más importante del Sudán Meridional y una de las partes beligerantes. Pero el resultado esta vez fue otro. Al finalizar las negociaciones de Abuja, se conoció que dos de las partes involucradas —la facción minoritaria del SLM y las fuerzas del JEM— no estuvieron conformes con los términos del pacto y que, además, lo calificaban de «traición».
A pesar de esto, las noticias de las transnacionales de la información celebraron un acuerdo de paz en Darfur y con ello la promesa segura de la normalización de la vida en la región. La realidad, sin embargo, ha sido otra.
Lo calificado como «acuerdo» terminó siendo un arreglo parcial rubricado solo por el 50 por ciento de las partes en un conflicto que, según estimaciones internacionales, ha dejado entre 180 000 y 300 000 muertos y más de dos millones de desplazados.
La guerra había comenzado en febrero de 2003 cuando grupos insurgentes de esta región, alegando una política de marginación por parte del gobierno central sudanés, decidieron tomar el camino armado.
Occidente, con sus omnipresentes medios de comunicación, se ha encargado desde entonces de satanizar al gobierno musulmán de Sudán, tratando de fabricar un genocidio protagonizado por un supuesto movimiento árabe progubernamental sobre una indefensa población negro-animista.
Lo cierto es que las diferencias en Darfur no están signadas por la etnia —la mayoría de la población es negra y musulmana—, ni por la religión, sino por la organización social del trabajo.
Desde los tiempos del Sultanato medieval de Darfur, la población estaba dividida en su gran mayoría entre agricultores y ganaderos, los cuales se alternaban —no siempre de forma pacífica, valga decir—, en el uso de la tierra y las áreas de pastoreo, lo que las instituciones tradicionales se encargaban de hacer cumplir.
Pero las grandes migraciones provocadas por las prolongadas sequías de los últimos años, alteraron dramáticamente la composición demográfica de la región. A partir de los años 70, las instituciones tradicionales comenzaron a perder autoridad y los problemas sociales crecieron sin control.
El fin de las contradicciones entre el gobierno central de Jartum y el Sudán Meridional sirvió de catalizador a las exigencias de los rebeldes darfurenses, quienes no se detendrán hasta lograr las prerrogativas logradas por el movimiento de John Garang.
Lo más preocupante es que el gigante su-
danés está constituido por 26 Estados y 572 grupos étnicos, muchos de los cuales acumulan demandas similares y esperan el momento preciso para exigirlas.
El final de la historia es ya conocido: la URSS, Yugoslavia, Iraq... La antigua divisa latina de divide y vencerás amenaza con convertirse, cada vez con más fuerza, en la filosofía del poder del siglo XXI.