Lidiar con la presión y saber qué hacer en cada situación fue en el Clásico una asignatura pendiente para algunos jugadores cubanos. Autor: Ricardo López Hevia Publicado: 21/09/2017 | 05:32 pm
No soy de los que cree que el tiempo cura todas las heridas. Al menos no cuando son verdaderamente profundas. Más bien las enmascara, atenúa el dolor, reacomoda en la memoria las sensaciones de sufrimiento. Pero ayuda, tanto como la toma de distancia para calibrar nuestras reacciones emocionales, método imprescindible a la hora de colocar la pasión y la razón en su justo sitio.
Valorar la actuación del equipo cubano en el recién concluido III Clásico Mundial de Béisbol, inmediatamente después de la derrota ante Holanda que lo «sacó del juego», hubiese sido un ejercicio desgarrador, superficial e injusto. Entonces, no estaba convencido de que fue mucho antes que perdimos nuestras opciones en el torneo.
Cualquier análisis que se haga debe partir, inexorablemente, del hecho de que nuestro equipo no salió a jugar en igualdad de condiciones con respecto a sus rivales. Aun cuando en la primera edición se construyera una verdadera proeza, eso mismo se repitió tres años después. Y seguirá sucediendo hasta tanto no se tomen las medidas —que no son pocas— necesarias para eliminar o al menos disminuir al máximo posible esas diferencias.
Entonces, ¿es justo ese quinto lugar? Si se evalúa desde el escenario donde se desarrolla actualmente el béisbol cubano, creo que es merecido. Sucede que han transcurrido siete años desde la «hombrada» de San Diego, y nos hemos quedado varados en medio del océano beisbolero, mientras que otros han hecho lo necesario para mantener sus ventajas o alcanzarnos. Incluso, hasta para superarnos.
Claro que mirando cómo se desarrollaron los acontecimientos hasta la despedida de Tokio, asumimos en su momento como un verdadero desastre el desenlace de la segunda derrota ante los holandeses. Con la gloria tan cerca —porque ser semifinalista era la gran meta hasta para los más optimistas—, el sentimiento de frustración era inevitable.
Sería completamente aberrante personificar aquí los errores —tangibles y mentales— cometidos esa noche sobre el diamante del Tokyo Dome. Esos definieron un partido, nuestra suerte en el torneo, y sobre ellos se ha hablado lo suficiente. Responsables del tropiezo son todos. Desde Víctor Mesa —por muy loable que resulte su postura de adjudicarse toda culpabilidad— hasta el fisioterapeuta, pasando por los peloteros —hayan jugado más o menos—, e incluyendo a todos aquellos que tienen que ver con las decisiones que afecten el deseado crecimiento del béisbol cubano.
Siempre parecerá más saludable señalar otro tipo de fallos que, ni con la llegada hasta San Francisco para pelear por el cetro, se hubieran podido disimular. Más importante es estar conscientes de sus motivos, y lo suficientemente iluminados para encontrar soluciones.
Son, a todas luces, algunos más de los que intenté resumir desde la capital nipona, en una especie de «decálogo» fechado días antes de abandonar la competencia. Entre ellos está, por citar solo un ejemplo, la incapacidad de nuestros muchachones para lidiar con las presiones; las normales que siente un jugador al representar a cualquier nación en un certamen de tanta envergadura, y las impuestas por un entorno no siempre propicio para disfrutar de lo que es esencialmente el béisbol: un juego. Son problemas mentales que no se solucionan ni con el mismísimo Freud en el dogout.
Nos pasa no solo en el béisbol, y nos seguirá pasando mientras que no se corrija el tiro. Fallamos a la hora buena, lo mismo en un tie break para definir medallas en la Liga Mundial de Voleibol, o cuando hay que tocar la bola para adelantar a un corredor, conectar un fly a los jardines para empujar una carrera necesaria, o dominar a un bateador cuando el «agua nos llega a la oreja». No están acostumbrados nuestros deportistas a los instantes extremos. Y ese, como tantos otros «detalles», son los que hacen la diferencia en competencias de alto vuelo.
A pesar de todo, terminamos sintiendo que contamos tal vez no con el mejor, pero sí con un material humano de altos quilates. Sin embargo, carecemos de la receta para hacer brillar todo su potencial. Encontrar la fórmula, o al menos tener la voluntad y audacia para hacerlo, es la única vía si no se quiere terminar como en el Clásico, muriendo de sed junto a la fuente.