El colombiano Jaime Mejía Duque —nacido en 1933— sobresale como afilado crítico y ensayista. Ahora podemos averiguar que es tan buen novelista, o mejor, que varios de los escritores que ha estudiado, comentado, analizado, exaltado o disminuido en sus libros de crítica.
La noche de Bareño, novela publicada por la editorial Arte y Literatura, lo confirma con la alada prosa y la sutil técnica narrativa de este libro. Tal vez lo hallemos todavía en alguna librería. Sorprenderá esta novela para quien no conozca a Mejía Duque como narrador. Los cubanos, me parece, lo hemos leído más como ensayista.
La trama de la novela se sintetiza en pocas líneas. Bareño es un pueblo mítico, como el Macondo de García Márquez, y a consecuencia de las guerras civiles que por tantos años dañaron a Colombia, espera ser atacado. Los vecinos, unos 300, se preparan a defenderse. Y los líderes espontáneos de la resistencia, pasan la noche visitando los puntos de la defensa, animando allí, alertando más allá...
La noche, pues, es el tiempo en que transcurre la peripecia narrativa, y en ese breve período, que parece largo por la espera, los personajes revelan matices, protagonizan anécdotas hasta tanto la oscuridad vaya aclarándose, y el ataque comience. Pero cuando concluye la noche, también la obra. El ataque, al parecer, no ocurre.
Quizá el lector lo intuye. Supone que esa ha sido la última noche de Bareño en su historia como pueblo. Pero quizá no le interese saber si Bareño perece o sobrevive, porque ya ha llenado el tiempo con un desarrollo narrativo de idas y vueltas del presente al pasado, sobre un hilo sumamente tenso.
El estilo de Mejía Duque, recio y fino, es en esta novela como un pincel dirigido más que con las manos, con la nariz y los ojos. Y qué quiero decir con este aparente disparate. Digo, pues, que en La noche de Bareño el color y el olor de las cosas permean la prosa de esta crónica nocturna. Prosa parecida a un cuadro tan fresco que la pintura aún huele.