Agustín Drake exhibe en casa la mayor parte de las obras que ha realizado a lo largo de su vida. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 06/06/2018 | 08:34 pm
Cual galería que expone las obras de un artista de la plástica, la sala de la casa de Agustín Drake Aldama exhibe la trayectoria de un trabajo que muestra cómo el paso del tiempo ha influido en la mente de su creador. Cada pieza, colocada con exquisita perfección, se mezcla con empolvados libreros y fotos de los más grandes tesoros en la vida del escultor: sus nietas.
Proveniente de Sabanilla, un pequeño pueblo matancero, y de una familia de pocos recursos, Drake desde muy joven aprendió a tallar la madera y a realizar figuritas con barro en una fábrica de ladrillos. Sus libretas, más que de notas de clase, estaban llenas de dibujos; su destreza, admirada por todos, era producto de un talento innato, pues no recibió instrucción artística hasta la edad de 11 años.
«Comencé a dar clases de dibujo impulsado por mi maestra, Elsa Solmo Landa. A pesar de que en el aula me veían como el “burrito”, ella me dio el primer empujón para que estudiara artes plásticas, porque veía en mí el potencial para convertirme en un gran artista. Eso fue en el año 1945. Yo era un chiquillo aún».
Forzado por la escasez de materiales, aprendió a realizar las esculturas con chatarra y con todo lo que tuviera al alcance de sus manos… Así desarrolló nuevas técnicas que se convirtieron en el eje de su creación.
Con solo 19 años, Agustín recibió el primer reconocimiento en el Concurso 23 de Abril. Además, es fundador de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) y figuró entre los nominados al Premio Nacional de Artes Plásticas en 2002. Y en 2007 fue galardonado con el Premio Provincial de Matanzas por la obra de la vida.
Con aire pensativo, recuerda sus inicios en el magisterio. Comenzó a ejercer como profesor desde muy joven, y aún con 83 años imparte cursos para profesionales de la plástica y ostenta la condición de Maestro Emérito. Durante su período más activo como educador aprendió que para transmitir arte no necesitaba las palabras más bellas o rebuscadas, solo ser él mismo y dejar en cada clase un sello personal.
«El Negro», como lo conocen sus amigos, posee la manía de pasear el tabaco entre los dedos, aunque no lo fume, consecuencia de tener manos inquietas, sedientas de movimiento y actividad. Lleva una vida sencilla, a la espera de nuevos encargos para adornar las calles de su adorada Matanzas, ciudad en la que vive hace más de medio siglo.
Admira a Silvio Rodríguez porque canta a la vida y comenta, mientras se balancea en el sillón, que los artistas no pueden estar pensando en las nubes. «Hay momentos de tristeza y euforia, pero el mundo no está lleno de enamorados, todos los días mueren cientos de personas. Es por eso que el arte debe reflejar los problemas que nos golpean, representar la vida diaria.
«En mis obras intento proponer una mirada crítica a los problemas, siempre con un tono de ironía y humor. Hace poco realicé una serie de tibores, y hasta dediqué uno a Donald Trump, por el desafortunado gesto que hizo en Puerto Rico luego del huracán».
Comenta que para hacer esculturas, no necesita tener un título universitario, le basta con su conocimiento de la materia y el amor por el arte: «A veces pienso que pude haber añadido la licenciatura a mi currículo, pero qué más da, yo soy un artista y nosotros somos más que una rúbrica, nuestro valor está en lo que seamos capaces de representar, el valor de este oficio emana del alma».
Y, con el tono de quien se sabe convencido de haber tomado el rumbo acertado, dice no cansarse de ejercer su profesión, «porque eso es algo que tengo para entregarle al mundo y a mis semejantes. Los seres humanos pueden renunciar a lo que la vida o el desarrollo les provean, pero no pueden negarse a lo que poseen en el corazón y la mente, eso es algo que no se exhibe en vitrinas de tiendas. Yo tengo mis manos y con ellas me voy a la tumba, porque me han dado el secreto del éxito y la felicidad de mi vida».