En el escenario de desigualdad extrema, aparece el héroe con traje de Batman y Superman. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 10/02/2018 | 10:25 pm
Un joven anónimo y debilucho que trabaja en un puesto de poca categoría se ve de pronto en medio de una situación extrema, dice la palabra ¡Shazam!, y se transforma en el todopoderoso Capitán Marvel. El mágico vocablo integra las iniciales de numerosos héroes mitológicos y dioses del pasado occidental: S por la sabiduría de Salomón, H a causa de la fuerza de Hércules, A que representa al griego Atlas y su potencia universal, Z de Zeus, M de Mercurio (Hermes), quien simboliza la agilidad. Muchos niños de varias generaciones se encerraron en sus cuartos para decir ese ¡Shazam!, sin que nada extraordinario sucediera ya que se trata de un mito más.
Los superhéroes representan eso mismo, la fuerza oculta de una sociedad, ese ser que puede invocarse en cualquier momento y que está no solo por encima de todo lo humano sino que imparte justicia más allá de las fallidas estructuras legales. A lo largo de toda la saga de Batman, el casi nulo inspector Gordon se limita a iluminar el cielo con un reflector para que aparezca el hombre-murciélago a enmendar lo que escapa de la política, de la sociedad, del Estado de Derecho. De esta manera se envía un fuerte mensaje encubierto en aventuras y empatías: no hay ley, solo el mercado, y lo único que puede salvarte es una figura mitológica que salga de la nada, del anonimato. Ese milagro capitalista en medio del caos responde al clima de la década en que surgen los cómics: la del 1930, la de la Gran Depresión en Estados Unidos. El héroe aparece en ese escenario de desigualdad extrema, proviene del planeta Krypton, cayó del cielo y está hecho de acero.
Si en la Alemania de la crisis de entreguerras floreció un expresionismo pesimista, repleto de figuras irreconocibles y que apelaban al pasado mitológico germánico (vampiros, monstruos, sombras de la noche, brujos), en Estados Unidos hubo que crear el universo mitológico a partir del ideario de una potencia librecambista y de reciente creación, cuyos mejores escritores quizá estaban por nacer. En la era de la desmitificación y la crisis de la credulidad, se apeló al nuevo púlpito: los medios de comunicación y la fuerza de la imagen. También se prefijaron los blancos más vulnerables, los niños y los adolescentes, hombres que mañana podrían hacer la peligrosa revolución si no se les enseña que Superman impartirá tarde o temprano la justicia que ellos no ven por ninguna parte.
Si el mito apela al subconsciente colectivo, a aquello que está más allá de lo visible, se le puede poner cualquier traje y será preferiblemente uniformado de acuerdo con los valores ideológicos dominantes. En la saga de Batman, por ejemplo, en más de una ocasión dicho superhéroe dialoga con el joven Robin para explicar por qué existe la delincuencia: «es que odian el orden de nuestra ciudad». Por tanto, las causas de la ruptura de la justicia no hay que buscarlas en estamentos científicos, ni estudiar la economía política del instante, sino que deberá asumirse la misma metafísica: si el héroe sale de la nada, el villano también, y ninguno de los dos necesitan ser explicados. Ambos mitos son los dueños de la dualidad que compone el concepto ético (bien y mal). Están más allá de lo mensurable, no los apresa o los legitima ni la policía ni mucho menos el voto del elector. Tanto Ciudad Gótica como Metrópolis son urbes seguras porque están Batman y Superman, no porque el Estado elegido por el pueblo ejerza normativamente sus funciones. Sucede que ninguna de las dos son reales.
Al estar por encima del bien y del mal, los superhéroes pueden equivocarse, pero eso nunca sucede, y ese factor inverosímil es el sustento ideológico del cómic: las leyes pueden ser un trapo de cocina, el mundo se caerá en pedazos, este mercado nos devora y únicamente produce tiranos improductivos, pero el ideal sí que sigue perfecto. La nulidad del Estado y la apología de la famosa «mano invisible» del liberal Adam Smith, ambos funcionan como pilares de la conciencia capitalista antes y después del Capitán América, solo que su actualización mediante modelos mediáticos superpoderosos viene a colocarnos delante de un opio de los pueblos casi encantador.
Lo dark del Batman Return, de Tim Burton, seguro molestó a los ideólogos del cómic porque, ¿cómo es eso de que nuestro héroe se deja golpear por Gatúbela o que, incluso, se quita la máscara, para que su chica ame su verdadero yo y no el mito? Se trataba de un dark muy intelectual y humano, algo lejos del acero nacionalista. Resultado: despidieron a Tim Burton y la saga prosiguió con un Batman que incluso llega a usar la tortura para obtener información (esto en la era Bush Jr. y el uso de las cárceles ilegales y la invasión preventiva). Nulidad del Estado de Derecho y prevalencia del librecambismo como escudo a pesar de los males que ello acarrea, eso es lo que desean quienes le dieron calabazas al genio de Tim Burton.
Spiderman suplió mejor su rol mitológico, con esa consagración pura a la causa de la justicia, que ni siquiera una rubia americana y sus encantos pueden desviar. Así, el superhéroe apenas le dio un beso de piquito a su chica, mientras se sostenía de cabeza y enmascarado. El escamoteo de otra cosa que no sea la lucha contra el mal, demuestra lo apolíneo y viril del ideal de justicia encarnado en esa especie de mito omnipresente. La sexualidad de los superhéroes resulta casi invisible, a pesar de que se muestren evidentes marcas masculinas en los trajes ajustados y los cuerpos perfectos. Las compañías les colocan novias a estos personajes, pero rara vez vemos que dichas re-laciones se consuman, pues parece que el mito está allí intocable ante la mácula humana e imperfecta del sexo. El superhéroe está hecho de lo mejor, y ello implica prácticamente un celibato ante las cosas comunes. No olvidemos que está dirigido a los jóvenes y que la libido es, según Freud, el mecanismo sine qua non de liberación del verdadero yo atrapado en los convencionalismos occidentales.
La máscara del superhéroe suple el rostro endeble del hombre real, pues la condición idealista parece dada por un ente supra y desconocido, más allá del mismo protagónico, quien no escoge ser como es. Así, los dobles humanos de Superman, Batman, el Capitán Marvel, etc., son quizá hasta más infelices que el resto de la humanidad y muestran una discapacidad evidente, como es el caso del carácter arisco del chico que se convierte en Spiderman, quien padecería de agorafobia. Es la mano invisible quien los dibuja y los coloca en medio de situaciones que ellos resuelven y tras las cuales deben desaparecer detrás de la anodina existencia humana, vida normal marcada por la crisis de un sistema que, en el discurso de los cómics, no es perfecto pero tiene sus propios mecanismos regulatorios de la justicia más allá de la justicia legal.
El superhéroe del cómic surge como la expresión mítica moderna del capital, viene a darle seguridad al inseguro en medio del mercado voraz. En el subtexto está el llamado a no acudir ni a fortalecer las estructuras elegibles, como el Estado o las leyes, sino a confiar en una metafísica invisible y mucho más poderosa que nadie conoce, pero que surge no bien se dice ¡Shazam! También está allí, entre la tinta de colores, el mensaje de que la justicia tiene un dueño privado, un millonario consciente de su papel social (Batman), capaz de establecerla con la perfección requerida. Ahora bien, el papel de quien mira los cómics no deberá ser apartarlos, sino saber bien que no somos como el inspector Gordon, quien deja todo en manos de una señal en el cielo. La justicia es un bien social y se elige de manera democrática, la ética de un momento sociopolítico sí es cognoscible y se puede estudiar mediante las estructuras vigentes. No se trata de héroes y villanos metafísicos destellando en el cielo, sino de élites de poder y pueblos trabajadores en el perpetuo desafío de la historia de la lucha de clases.