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El lenguaje misterioso de sus ojos

A propósito de la 22da. edición del Encuentro Nacional de Trovadores Longina canta a Corona, que tiene lugar por estos días en Santa Clara, JR revisita la singular historia del bardo caibarienense que se recuerda con el evento, y la joven que lo inspiró a su más apasionada canción

Autor:

Mauricio Escuela

Longina significa «persona alta» en latín, y así la vio Manuel Corona aquella tarde del solar La Maravilla de la calle San Lázaro, en casa de María Teresa Vera. La escultura de esa chica de ébano se impuso entre los atractivos de siempre, la guitarra, el café y los rones. «Te voy a hacer una canción», dijo el trovador y ahí surgió el lenguaje misterioso de esos ojos. Ya el joven de Caibarién, hijo de mambises, se había lanzado décadas atrás a La Habana en busca de un mejor futuro, realizando casi cualquier trabajo mientras componía piezas antológicas. Pepe Sánchez, otro grande de la trova, le dijo en algún momento: «Serás muy notable». Longina, además del lenguaje misterioso y la altura de su belleza, tenía mucho que contar. Ambos protagonistas (musa y cantor) salieron de la mano del capricho musical.

Nacida en Madruga el 15 de marzo de 1888, Longina O’ Farrill se mudó también a la capital, donde fue empleada en la casa de Nicanor Mella, siendo la nodriza de crianza del pequeño Julio Antonio, el intelectual y líder juvenil revolucionario. La infancia del niño transcurrió en Nueva York junto a la jovencita, donde ella ya advirtió los rasgos que definirían al luego protagonista de la historia de Cuba. El gusto de Longina por la música y su atractivo físico la hacían popular en la bohemia de La Habana de inicios del siglo XX, donde no había esperanza de casi nada, pero se gestaba un movimiento de trovadores, compositores y artistas. La vida de cantores y guitarras reunió aquella tarde de octubre de 1918 a la voz de María Teresa Vera, quien de inmediato interpretó la canción Longina, al bardo y a la hermosa. No hay pruebas de un amorío entre Corona y su inspiradora, la atracción fue idealista, casi inalcanzable, como lo fueran las doncellas medievales para los bardos que iban de corte en corte laúd en mano.

Longina inspiró al poeta a componer una de las canciones emblemáticas de la trova cubana.

Era María Teresa quien difundía junto a otros consagrados la música de Corona, pues él estaba contento solo con tener su guitarra y tiempo libre para el arte. Jamás lucró con nada, de hecho vivió siempre al borde del abismo económico. Quizá encontrara en aquellos gestos angelicales de Longina una tranquilidad para la agitación con que permanecía entre tragos de ron, el torcido de tabacos al que se dedicaba y la búsqueda de una felicidad etérea, esa que solo el artista percibe. El éxito de las canciones de Corona alcanzó todo el continente. Fue, junto a Sindo Garay, la figura descollante de la canción cubana, a ellos se rendían todos los que visitaban la Isla. Longina, mientras tanto, se hacía cada vez más famosa, pues la invitaban a conciertos, veladas culturales, grabaciones de programas de radio, recepciones.

Sindo Garay vivió mucho tiempo y lo pudo contar, como también lo narró en algún momento en sus crónicas para el diario El Nacional de Caracas el poeta Nicolás Guillén: Manuel Corona se autodestruyó, no importaba cuánto éxito tuviera pues su físico y su bolsillo decrecían al unísono. ¿Para qué voy a dejar de beber y darme cuenta de todo?, mejor estar con mis amigos y pasarla con alegría, dicen que respondió más de una vez Corona cuando alguien lo requería a causa del alcohol. Podía vérsele en los cafetines que rondaban la Terminal Principal de La Habana, de donde lo sacaban sus compañeros casi inconsciente, el mentón hundido y la voz profunda y amarga.

El final de Corona se veía venir y era el comentario de toda La Habana. Su miseria extrema en un cuartucho al fondo de un bar, entre los acordes de otras guitarras y el golpeteo de las copas alegres, fueron los sonidos de aquella última canción, ya alejado de su Longina, encomendándose quizá a Santa Cecilia, patrona de los músicos y a cuyo nombre escribiera otra letra. Días antes se le había visto por las calles aledañas al Parque Central, le preguntaba a la gente: ¿usted no sabe quién soy yo?, mi nombre es Manuel Corona; pero el distraído transeúnte seguro desconfiaba de aquel hombre con un traje viejo y descuidado, el claro gesto de la decadencia. El 9 de enero de 1950, antes de pedir el último deseo (café y guitarras) murió el bardo. Aunque la noticia recorrió el mundo por un día, a la siguiente mañana la república siguió con sus dimes y diretes de siempre. Cuba perdió a un grande, solo lo honraban otros grandes, como Sindo Garay, Rosendo Ruiz y Gonzalo Roig quien le despidió el duelo.

Longina recibió la muerte de Manuel Corona con mucha tristeza, y siempre declaró su convicción de que, de estar ella presente en aquel cuartucho, quizá su poeta hubiera durado un poco más. Toda la vida le estuvo agradecida, ya que la canción está incluida en los catálogos de lujo de la música popular y es interpretada por figuras del más alto nivel. Al igual que Corona, Longina llegó a la vejez en la soledad de un cuarto de la calle Carmen, en medio de la enfermedad y la pobreza. La figura de ébano estaba distante, una anciana ocupaba su lugar, de cuya memoria prodigiosa se desprendían los entresijos que parecen cuento, pero que conforman un capítulo brillante. Y así, hablando acerca de Corona, de aquella tarde en casa de Vera (una tarde a lo Sindo Garay), ya colocada en el hogar de ancianos sita entre Reina y Escobar, falleció Longina. Su última voluntad: ser enterrada junto a los restos del bardo en Caibarién.

El mayor luto que ha acontecido en la Villa Blanca, ciudad frente al mar del norte de Cuba, estremeció a los presentes cuando sellaron la tapa de aquella tumba. Era el 24 de diciembre de 1988 y más de una persona recordó los versos de Francisco de Quevedo: «polvo serán, mas polvo enamorado». Longina y Manuel yacen al fin unidos en una eternidad que sobrepasa la creación de cualquier escritor. Santa Cecilia jugaba a escribir historias en honor de quien tanto le cantara.

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