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Clásicos y (siempre) modernos

Las piezas teatrales que han trascendido las épocas y continúan despertando el interés de directores, actores y público, adquieren desde esa característica la indiscutible condición de clásicos

Autor:

Frank Padrón

Las piezas teatrales que han trascendido las épocas (saltando del momento en que fueron escritas, publicadas, representadas por vez primera) y continúan despertando el interés de directores, actores y público(s), adquieren desde esa característica la indiscutible condición de clásicos. Aunque en nuestra cartelera escénica hay sobre todo obras contemporáneas, nunca faltan esas otras, recibiendo nuevas lecturas, rescrituras y visiones, lo que en definitiva las hace tan modernas como las que más.

La pasión King Lear, de Yerandy Fleites por Teatro D’Dos; Áyax y Casandra, que pertenece a Reynaldo Montero en puesta de la Compañía del Cuartel; y Eclipse, de Jazz Vilá a cargo de su proyecto, han sido algunas de ellas.

Bajo la dirección de Julio César Ramírez, la conocida tragedia shakesperiana desde la óptica del joven dramaturgo implica un juego interteatral que no solo incluye el desmontaje (trabajo de mesa inicial, representaciones del dramatis personae mediante objetos, etc.), sino además la explotación de todo el teatro como inmueble: de hecho asistimos a una inversión de las convenciones espaciales cuando el público está sentado en el escenario mientras los actores se desempeñan frecuentemente en diversos puntos de la platea.

Ello no es gratuito: la relatividad y flexibilidad de las estrategias representacionales alcanzan aquí un despliegue estimable, algo que incluye también los diversos roles asumidos por solo tres actores.

Desde el punto de vista de la recreación en cuanto a lo escrito, y como lo ha hecho en anteriores incursiones dentro de fuentes clásicas, Fleites ha respetado los presupuestos fundamentales que el significativo autor plasmó en el hipertexto: El rey Lear sigue en su verbo emitiendo un discurso mucho más universal y general trascendiendo así —tal como ocurre siempre con Shakespeare— las coordenadas históricas en que se enmarca la acción, en este caso, la Bretaña de entonces y la monarquía absoluta que recorta a un hombre político dividido por el cariño parcializado e injusto respecto a tres hijas, dos de las cuales (las más favorecidas) lo traicionan mientras obtiene siempre la bondad y la comprensión de aquella a quien rechaza. Dentro de esa historia, hay abundantes personajes así como subtextos y alusiones relacionados con el poder, la (in)gratitud, el arrepentimiento, la locura y las contradicciones de todo tipo en el humano transcurrir.

De este modo, supraenunciados como la traición tanto política como personal, los perennes cambios de roles (bufones que dicen la verdad, hombres serios que la ocultan) o el heroísmo a veces real (otras tantas falsos) son aspectos que privilegia el dramaturgo cubano desde la letra revisitada del escritor inglés.

Como puede inferirse ante tal complejidad estructural y escénica, a los actores (constantemente desdoblados, como se ha dicho) corresponde una carga dramática esencial; en tal sentido, descuella Irina Davidenko; sus compañeros Fabián Mora y Edgar Medina logran integrarse satisfactoriamente a sus diversos personajes, sin embargo, el primero (todo un actor shakesperiano por su voz y su gestualidad) precisa diversificar un tanto el registro cuando cambia de piel.

También mediante su más reciente obra, Áyax y Casandra, Reynaldo Montero vuelve al reciclaje cultural que implica el «saqueo» —en el mejor sentido— de referentes clásicos para de ese modo dialogar con el presente.

Es así que estos dos célebres personajes de la literatura grecolatina (como otros que los acompañan: Odiseo, Menelao, Helena…) atraviesan situaciones que los proyectan desde su época y lugar al hic et nunc, tanto internacional como cubano.

Con el afilado sentido paródico, intertextual y alusivo que caracteriza a Montero (El dorado), su nueva pieza reflexiona acerca de males sociales y ontológicos tan antiguos como renovados, contextualizados; se desearía un mayor desarrollo en ciertos personajes y situaciones, así como —por el contrario— la simplificación de algunos párrafos excesivamente complejos que dificultan tanto la comprensión del público como la proyección de los actores.

Hablando de estos, dentro de un elenco profesional y por ello competente, sobresalen Jarlys Ramírez y Arianna Delgado (la pareja protagónica), Carlos Pérez Peña con su Agamenón, y Rone Reinoso en un Arctino visceral y alienado.

La puesta, a cargo de la directora de ese colectivo, Sahily Moreda, se apoya en colaboradores muy centrados (luces de Marvin Jaquis, escenografía de Eduardo Guerra, vestuario de Virgina K. Peña…) para transmitir con acierto la atmósfera posmoderna, tan antigua como nueva, que transmite la obra.

Y hablando de ello, con Eclipse, Jazz Vilá y su proyecto (Rascacielos) se sumergen de lleno en las aguas del posmodernismo, sobre todo en lo mucho que de las fusiones entre alta y baja culturas impulsó el movimiento.

Lenguajes y manifestaciones artísticas, siglos, tendencias y estructuras no solo diversas sino hasta antagónicas (al menos presuntamente), se funden dentro de un espectáculo televisual de participación que representa La señorita Julia, el clásico de Strindberg escrito a fines del siglo XIX.

Una de las más simpáticas paradojas de Eclipse es que esa obra sobre diferencias clasistas se lleve a escena justamente, a más de un siglo de distancia, en un espacio que implica la democratización del juicio (pues sus personajes principales son sometidos a la votación del público) como se supone sea un reality show.

Otra, que la seriedad y el dramatismo decimonónicos que trasunta la pieza del sueco se complemente con la frivolidad y la ligereza del nuevo espacio de representación; todo mediante frecuentes ejercicios de distanciamiento brechtiano, y asimilando las inversiones de carnavalización (para recordar al teórico Bajtin).

El nuevo reto de Vilá, del que generalmente sale airoso, implica además un juego de interteatralidad, comoquiera que existe un doble público (el fictivo, que asiste al show audiovisual, y el real, que llena la sala, ambos coincidentes en la práctica de elegir).

Para todo ello resulta esencial el diseño de vestuario y escenografía, luces (compartido con Norberto Parra) realizado por el mismo director y productor, así como la banda sonora (Tito Hernández), elementos todos encaminados a definir y delimitar las barreras espaciales, temporales y tonales de las dos obras confluyentes, en definitiva rotas.

Si algo resulta endeble en tan motivador experimento es la puesta de La señorita Julia, sobre todo desde el punto de vista actoral, contrastando (y esta vez sí es un contraste indeseado) con los desempeños de Jazz, Riuber Alarcón (Margot) y Cinthia Paredes.

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