La muestra Por si fuera la huella incluye seis obras de gran y mediano formato. Autor: Cortesía del artista Publicado: 21/09/2017 | 05:51 pm
Si existe un verbo con el que pudiéramos conjugar el ¿inclasificable? arte de Vicente Hernández es la capacidad de involucrar. Una poética cíclica de la interacción temporal anima el amplio espectro de obras que suspenden las convenciones del tiempo y del espacio, así como la red de esquemas a partir de los cuales construimos un lugar en el universo, muchas veces separados por convenciones y categorías ya establecidas. Al desestabilizar esa especie de sets mentales de representación del mundo, o de hasta patrones recurrentes que filtran la experiencia de nuestros sentidos, puede surgir una impensable manera de cercanía.
Y es que el artista, quien expone actualmente en la galería Villa Manuela (Uneac), H entre 19 y 17, Vedado, la muestra Por si fuera la huella, integrada por seis obras de gran y mediano formato (óleo/lienzo de reciente factura) nos implica de tal manera y a tal punto con manifestaciones de la otredad —ya sea en los rastros trazados por el agua, las nubes y hasta en la materia del deseo— que llega a trasponer la delimitación de las fronteras que separan cultura/naturaleza, artista/espectador, intimidad/colectividad, culto/popular, anónimo/autoral, para armar al final una experiencia de inmersión en la condición humana. Frágil, vulnerable, herida por el tiempo, sujeta a la extinción, pero salvada al fin justamente por la capacidad de un arte como el suyo de abrir pasadizos pictóricos, recuerdos dibujados hacia el intercambio con los demás —pintura mediante— y encontrar en ellos el reflejo de nuestro rostro, bajo otra luz…
En las piezas de Vicente Hernández, la vista y los sentidos son atrapados rápidamente. Es un imán que nos llama, un intrincado terreno que nos invita a penetrar por sus laberintos, sondear los entramados que llegan de toda una suerte de estancias que juegan con la memoria, la inteligencia y conceptos que se agolpan entre formas, colores y esa línea curva que protagoniza sus creaciones. Esa especie de circularidad que imprime desde los inicios en su quehacer, que comenzó siendo «un defecto visual» porque según confesó «todo lo veo de forma cóncava en la realidad», le ha aportado una inmensa originalidad. La obra del artista (Batabanó, 1971) explora el carácter fronterizo del Tiempo y penetra en la riqueza metafórica de sus membranas, esas que pueden separar lo interior de lo exterior. Todo tiene cabida en su mundo. Esa sensación de vivir en un planeta redondo flotando en el espacio nos la hace sentir en cada creación. Pero no solamente físicamente, sino internamente, porque la vastedad de la superficie en que se mueve (tierra, mar y cielo) es tal que puede tocarlo todo…
Batabanó protagonista de las historias
Si algo emerge con asiduidad en sus trabajos es, en primer lugar, el amor por su terruño natal: Batabanó. Ese pequeño y olvidado pueblo al Sur de la capital, bañado por el Caribe, es el centro de la Tierra, del mundo y de sus obras. Allí nacieron él y sus pinturas. Por más que se acumulen elementos en el lienzo, y lugares conocidos e inventados, artefactos, medios de transportes, gentes… ese lugar aparecerá de mil y unas formas en las pinturas.
Para hablar de su quehacer artístico hay que armarse de todas las municiones posibles para conquistar hasta sus más caros sueños, esos que deambulan también por las historias tejidas con el óleo, y hasta «conocer» los más disímiles lenguajes para alcanzar la mayor cantidad posible de palabras/hechos/situaciones… que se agitan en ese inmenso océano pictórico donde se barajan muchos conceptos como el tiempo, los ciclones, el mundo, el mar, la vida, el cielo, Batabanó… y tantos más.
Entre las sensaciones que embargan al espectador, hay una que sobresale y es que al mirar sus cuadros uno sabe que el Tiempo se ha detenido allí, un proceso que no va al paso con la contemporaneidad que es tan agitada, siempre en movimiento. Es como si no pasara —¡aparentemente!— reafirma el creador, porque detrás todo gira, se agita… Solo hay que ver el viento que a tropel cruza por los lienzos envueltos en esas gamas de colores tan personal que lo identifica siempre: fríos y cálidos que se complementan y fluyen desde el centro hacia fuera del «semicírculo», y ese aire de tormenta que le recuerda aquellos ciclones que batían sin cesar las indefensas costas del puerto del surgidero de Batabanó que nunca lo abandona. Precisamente, para no olvidar pinta y construye desde sus telas los recuerdos de lo que fue. Es su Macondo (real) «no muy surrealista» como el mismo infiere; más bien literatura pintada que roza el surrealismo. Cual arquitecto, Vicente Hernández delinea las calles de su pueblo natal en medio de ¿La Habana? u otra ciudad que puede llegar inventada o enriquecida por otras construcciones «extrañas» llegadas de otra latitud que puede ser también la mental.
Narracción compleja y barroca
Él regala, con magistral hechura, una narración compleja y barroca, con una síntesis que nos obliga a imaginar lo no representado o, a la inversa, representar lo inimaginable. Nos enfrenta con lo indescifrable, lo oculto —que a veces es evidente—, y entremezcla para construir sus juegos pictóricos muchos elementos, lenguajes y una manera de pintar que dialoga con la gravedad. En Vicente Hernández, graduado de Educación Artística en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, tanto cuando recurre a la horizontalidad como cuando lo hace con la verticalidad, o como cuando incluye los tonos, hay un ascetismo y un simbolismo que nos deja perplejos. Una obra permite invocar y transmitir ciertos juegos que son sencillos y la gente de alguna manera entra en ese mundo ficticio. Porque en el arte, una parte es ficción y otra es real. La de ficción es la que evoca en cada individuo un camino en su proceso de imaginación. La realidad es la que constantemente vivimos de manera cotidiana. La capacidad del artista para cifrar en símbolos sus ideas, la enorme voluntad de trabajo y su potencia estética, permiten analogías múltiples. Las referencias a otras civilizaciones, más allá del conocimiento que presupone, nos llevan a comparar, a añorar, como siempre el pasado y le sirven de pretexto estético. Su obra nos obliga a estar claros en el aquí y en el ahora. En apariencia intemporal o atada más al pasado extinto, sus piezas cobran vigencia y contemporaneidad. El interesante contenido expuesto a un solo golpe de vista, así como la presencia, al mismo tiempo, de lo remoto y actual, nos remonta a la mudez ante sus trabajos y resulta embarazoso no cargarlas de interpretaciones en una época en que parece necesario explicarlo todo. ¿No es mejor el silencio al que invitan sus obras para que las acompañemos y las sedimentemos internamente como se hace con el ARTE en mayúsculas? Ellas nos hacen sumergir en los adentros, hacen pensar y hasta intrigan en su desgarrador misterio. Se saca una conclusión: hay algo más que aquello visible e imperecedero.