El consagrado director Woody Allen dándole indicaciones a la formidable actriz Cate Blanchett, durante el rodaje de Blue Jasmine. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:47 pm
Cuando se han escalado los peldaños más elevados de la gloria, cualquier elogio es superfluo, así escribió García Márquez sobre su colega mexicano Octavio Paz. Ante el nerviosismo de tratar de evitar el lugar común de una evaluación complaciente, o demasiado agresiva, nos coloca la más reciente y ambiciosa película de Woody Allen, el autor de Annie Hall, Manhattan, La rosa púrpura del Cairo, Crímenes y fechorías, Balas sobre Broadway y Match Point, por solo mencionar algunos grandes filmes escritos y dirigidos por el cineasta neoyorquino, nacido en 1935, y varias veces dedicado a comentar el cataclismo emotivo de los soñadores y desavenidos.
Desde 1969 hasta ahora, en una carrera de casi 50 años, el autor obsesionado con la neurosis urbana y la incomunicación de la pareja, se ha mantenido realizando por lo menos un filme al año, y semejante proliferación, aunada a la serie de comedias romántico-turísticas ambientadas en Barcelona, París o Roma, ha colocado su prestigio en el estatus de Autor-menospreciado-por-su-excesiva-prolijidad. Pero entonces apareció Blue Jasmine, que marca el retorno de Woody a un contexto norteamericano y tal vez por esta causa su más reciente largometraje ha sido tratado cual retorno del hijo pródigo, recolocación del admirado director y guionista en el altar reservado a los genios.
Al igual que la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo, Jasmine es una mujer hermosa y madura cuya autoestima se desmorona entre las dificultades económicas, la obligación de vivir con su hermana menesterosa y la nostalgia por un pasado que ella mitifica y ennoblece. En tanto desaparecen los pilares de una autoestima vinculada al poder, el glamour y el dinero (obtenidos sin reparar en los medios) asistimos al creciente delirio y fragilidad de alguien negado a aceptar el error, el fracaso o la derrota. Cuando esta lady ilusa, altanera e hiperestésica se ve obligada a convivir en un diminuto apartamento de San Francisco con su hermana adoptiva, perteneciente a la clase obrera, estarán sentadas las principales divisas argumentales para una película cuyos ejes temáticos estriban en los matices de la mitomanía, y las diferencias de sensibilidad asociadas a la clase social o al esnobismo con aires de superioridad.
La australiana Cate Blanchett deviene la antiheroína trágica más compleja, a ratos odiosa, que ha entregado el cine estadounidense en fecha cercana, pues este tipo de protagonistas soberbias y quebradas son mucho más frecuentes en el cine sombrío del sueco Ingmar Bergman. La elogiada actriz de Elizabeth, Babel, El aviador y El señor de los anillos, entre muchas otras piezas memorables, se valió de su experiencia teatral interpretando Un tranvía..., en 2009, bajo la dirección de Liv Ullmann, para componer, en primera instancia, un personaje aferrado a la exuberancia y la externidad, una dama encerrada en la abstracción medio caricaturesca sobre el contraste entre el gélido refinamiento de los potentados y la cálida tosquedad de la clase trabajadora.
Sin embargo, la caricatura de Allen sobre los magnates desborda a esta infeliz inadaptada que es Jasmine y roza, con cierta sutileza, a un delincuente de cuello blanco y a cierto diplomático empleado del Departamento de Estado. De modo que esta película se convierte, como Match Point, en la mayor crítica que es posible encontrar en la filmografía de Allen respecto a los bien vivientes, impúdicos y manipuladores que gobiernan el mundo. Tampoco debe suponer el lector que se trata de un filme concentrado solo en la crisis ética de los inmundos capitalistas, porque para balancear este contenido, y aportar momentos de contrastada comedia, está el personaje de la hermana adoptiva (brillantemente interpretada por la británica Sally Hawkins) y sus amantes toscos, humildes y sensuales.
Lo primero que destaca en Blue Jasmine corresponde al brillo incuestionable de todo el elenco, encabezado por la Blanchett y la Hawkins, porque ambas aparecen en tanto símbolos de sus respectivos estratos sicosociales. Pero hablando francamente, el reconocimiento de los críticos norteamericanos me pareció excesivo habida cuenta de que el autor utiliza aquí en demasía, al igual que en las vilipendiadas Vicky Cristina Barcelona, Medianoche en París o A Roma con amor, recursos como el diálogo demasiado expositivo, la voz en off que se adelanta a los acontecimientos y las retrospectivas, a veces superfluas, que poco aportan a la comprensión de los personajes y sus motivaciones. El guión de Blue Jasmine pone en boca de los personajes, en lugar de intentar representarlas, las meditaciones y estado espiritual de cada uno de los personajes.
No obstante, me atrevo a insinuar que aquellas películas metropolitanas europeas, aunque irregulares, forman parte de un corpus estético y conceptual coherente con los aciertos de Blue Jasmine y con la esencia allenígena que destilan los clásicos enumerados en el primer párrafo. Porque la evidencia de los reiterados tics narrativos y estilísticos, nunca consigue disminuir el impacto emocional e intelectual de una película que se mueve de la sutileza casi abstracta en el diseño de sus personajes al naturalismo improvisado a la hora de mostrar con mordacidad la intersección de ansiedades, temperamentos y expectativas. Todo confluye y se desboca en la demoledora escena final, cuyo relato me ahorro con tal de no estropearle al lector el morboso placer de apreciar el momento cúspide de una actriz que se atreve a representar algo tan sutil como el vacío existencial causado por la melancolía.
Y en esa escena final se produce el milagro: el espectador no puede hacer menos que sentirse invadido por cierta simpatía solidaria hacia una mujer incomprendida, que pocos minutos antes solo provocaba rechazo. En esta combinación de vulnerabilidad y fiereza, agotamiento y practicidad, la Jasmine de Woody Allen se integra a una galería de grandes damas del melodrama norteamericano como la mencionada Blanche Dubois de Vivien Leigh, la Scarlett O’Hara que interpretó la misma actriz (Lo que el viento se llevó), y varios papeles consagrados al lucimiento de Bette Davis o Glenn Close.
Y lo más asombroso del caso es que con una edad cuando la mayor parte de los grandes cineastas se resignan a los homenajes por los logros de toda su carrera, Woody Allen continúa entregando obras memorables —toca a cada espectador clasificarlas, o no, en tanto clásicos— y sin demasiados síntomas de fatiga artística, pues todavía es capaz de emprender películas polémicas, incitadoras y apasionantes, aunque ya se sepa que cuando se han escalado los peldaños más elevados de la gloria, cualquier elogio es superfluo.