La Doctora Graziella Pogolotti y Abel Prieto, ministro de Cultura, en la primera presentación de su libro, junto a Eduardo Heras León y al editor de Viajes de Miguel Luna, Rinaldo Acosta. Autor: Kaloian Santos Cabrera Publicado: 21/09/2017 | 05:18 pm
La más reciente novela de Abel Prieto coloca al lector ante un libro hilarante. El autor emplea todos los registros del humor, desde la farsa hasta una sutil ironía, sin olvidar la parodia y la sátira que bordea la desmesura, lo grotesco. Pero, cuidado. Conviene recordar a Rabelais, quien hizo de sus gigantes protagonistas una aventura del saber para derribar el dogma escolástico y, atrincherado en la Sorbona, refundar el humanismo. A similar tradición pertenece el Quijote, viajero de la utopía, divertido y patético, ejemplarizante a su modo, más próximo en este sentido al cubano Miguel Luna.
El título de la obra inquieta por su infrecuente inocencia. Evoca numerosas lecturas juveniles. Desde Defoe, Stevenson, Conrad, Melville. Porque el término ha adquirido, a través de un prolongado proceso cultural, un riquísimo espectro de connotaciones semánticas. Se viaja a través del tiempo y el espacio, en el tránsito del nacimiento a la muerte, en el imaginario de las aventuras de ciencia ficción y en la exploración de lo más profundo del ser. El legendario Teseo y el no menos mítico Dante Alighieri se aventuraron, más allá de la muerte, hasta los abismos infernales.
Dante dispuso de la compañía de Virgilio. Con cierto sarcasmo, Miguel Luna encuentra su guía espiritual en Isaías M. Romero, introductor a los misterios del más allá. El relato diacrónico se desarrolla en dos planos que alternan en capítulos sucesivos. Uno de ellos, la vida del protagonista, narra, como se debe, nacimiento y crianza en el medio aldeano pinareño, su traslado a la media casa de Marianao, sus estudios hasta graduarse en la universidad, su entrada en las peñas etílicas y también aldeanas de los escritores adictos al Hurón Azul de la UNEAC.
Regordete y espejueludo, Miguel Luna sueña con viajar. Por fin, llega la ansiada posibilidad de hacerlo. Irá a Mulgavia, isla del Mar Negro, integrada al campo socialista. El segundo plano de la narración contiene la experiencia del personaje en el entorno de una hiperbolizada formalización de la política. Sobre una escenografía falsamente fastuosa, donde lo que llamamos realidad es reflejo de la gran ópera historicista de 12 horas de duración, se ofrecen figuras hieráticas portadoras de un mismo discurso grandilocuente y vacío. Miguel Luna asistirá al derrumbe de ese universo, sustituido rápidamente por un decorado hecho de consumismo capitalista y de quiebra de valores. La sátira devela las fisuras fundamentales de aquel proyecto seudosocialista. Dividida en tres zonas geográficas, la isla imaginaria se sustenta en formas de opresión de inspiración racista. Los norteños ejercen el poder. Los ocupantes del centro, injertos de hombre y cabra, se consagran a la producción. Al sur, los enanos pescadores, en la base de la pirámide, preservan el auténtico aliento revolucionario. Ofrecerán resistencia al derrumbe y serán sacrificados. Perseguidos y hambrientos, estarán todavía dispuestos a ofrecer verdadera solidaridad.
Entre los dominadores en cambio, prevalece la doble moral, la contradicción entre palabra y conducta. Anida en ellos la traición.
Al diálogo entre los dos planos de la novela, historia paralela de la vida del personaje y de la isla imaginaria, se suman fragmentos de los textos del escritor Miguel Luna, evidencias de otras claves de la trama. En uno de ellos, proyección de escritura soñada un árabe, perdida la brújula, anda desorientado por el desierto. Como al protagonista, en algún momento, se le ha esfumado el sentido de la vida. Su razón de ser se diluyó en alguna encrucijada. Se cruzó con la utopía y no supo reconocerla y preservarla. Conquistó a la mujer soñada, Eloísa, la de nombre russoniano, hermosísima heredera de tres culturas —tricontinental le dicen, historiadora, fiel a la verdad afincada en principios éticos irreductibles.
El andamiaje estructural de Viajes de Miguel Luna se desliga sobre una prosa de refinada elaboración. El texto se desliza sin obstáculos. Explora, sin concesiones a la chabacanería, numerosos registros del habla popular cubana, hasta alcanzar la extrema habaneridad de Willy, consejero cultural en Mulgavia. Como lo advirtió el Che y lo reafirma el árabe perdido en el desierto, en las encrucijadas los caminos se bifurcan hasta alejarse del destino prefigurado.
El escritor multiplica las líneas de fuga mediante el empleo abundante de intertextualidades. El lector descubre, en una aventura intelectual que también constituye un modo de viajar, referencias a una riquísima tradición literaria. Ciertos guiños cómplices aluden a fórmulas narrativas típicas de libros destinados a los jóvenes. Así ocurre con la reiterada mención de «nuestro héroe», subrayado irónico respecto a un personaje vencido por las circunstancias, por su vulnerabilidad, por su miopía y por su torpeza al andar. El juego, bien lo sabemos, es una manera de explorar la realidad, de viajar en busca de lo oculto. Abel Prieto dialoga con El vuelo del gato, su primera novela. Entonces, la crisis económica convoca a una reflexión sobre los valores contrapuestos de Marco Aurelio y Freddy Mamoncillo. Confronta la rígida austeridad del primero y el hedonismo del segundo. El debate se planteaba entonces en términos de conducta individual. Sin desdeñar el plano de la responsabilidad personal, Viajes... centra la perspectiva en el vínculo primordial entre ética y política en un panorama donde lo local está presente en los rasgos del idioma y en la alusión a sitios muy precisos, se proyecta hacia una dimensión planetaria. Como lo hiciera en El vuelo del gato, Abel Prieto, con Viajes de Miguel Luna, se dirige a un interlocutor lúcido y activo. Lo invita al disfrute para reflexionar en torno a los temas que hoy nos estremecen.