Con el estreno de La primera vez, Raúl Martín vuelve a desplazar su atención hacia una obra del repertorio europeo. Es conocido que el líder de Teatro de la Luna ha demostrado una marcada preferencia por la dramaturgia cubana apenas desplazada por títulos como Seis personajes en busca de un autor, Heaven y ahora el citado texto de Michal Walczak, un joven y talentoso dramaturgo polaco muy interesado en el reflejo de los dilemas que acosan a su generación. La capitalina sala Adolfo Llauradó acoge la propuesta del exitoso director, quien vuelve a probar la eficacia del lenguaje teatral que lo distingue.
La primera vez resulta una pieza concebida en clave cómica que apela a la repetición y el absurdo para poner en evidencia el fútil intento de sus protagonistas por lograr una iniciación sexual perfecta. El propio Walczak ha confesado que siente un especial interés por poner a contender los tabúes de la educación heredada de sus mayores con el liberalismo reinante en su entorno. Esta revelación deviene una suerte de hilo de Ariadna a la hora de relacionarnos con el texto. Digo esto atendiendo a que los protagonistas de La primera vez, dos atildados y respetuosos jóvenes, en su intento por alcanzar la añorada perfección solo consiguen el tedio o la histeria, en tanto que cuando —gracias al equívoco— tiene lugar un encuentro improvisado en el cual dos desconocidos amantes dan rienda suelta a sus instintos, todo fluye de un modo natural y armonioso.
Walczak apuesta aquí por una iniciación en la que prime la espontaneidad e incluso el desenfreno, ubica entre sus argumentos en ese sentido a nuestra naturaleza instintiva como vía para vivir una experiencia intensa, aunque fugaz, anteponiendo lo irracional a lo pautado. No obstante, advierte —en un tono desenfadado y proclive a la risa— de algunas de las posibles consecuencias y responsabilidades afrontadas por sus criaturas cuando su conducta sexual sigue este curso.
Martín toma el texto del autor polaco y lo trabaja en aras de acercarlo a nuestra sensibilidad e intereses. Para ello echa mano a recursos que han tipificado su manera de hacer desde montajes como La boda, Los siervos o más recientemente Delirio habanero. En otras palabras, incorpora la música, el canto, las coreografías e incluso —ahora— la pantomima, como elementos integradores del discurso espectacular. Como bien sabe el público que sigue su rastro, se trata de un creador que gusta de dotar a sus propuestas de un empaque muy cercano al de la comedia musical. En esta ocasión esa preferencia lo conduce a crear momentáneos paréntesis estructurales en medio del relato, deteniendo la acción al tiempo que introduce un certero gancho al hacer que los actores interpreten varios de los éxitos de una de nuestras grandes boleristas: Blanca Rosa Gil.
El director, como suele hacer, asume varias responsabilidades a la hora de realizar el montaje. Los diseños de escenografía, vestuario y luces e incluso la versión corren por su cuenta. Por momentos tal parece que se cita a sí mismo o que utiliza, en la escenografía o el vestuario, elementos ya vistos en otras puestas suyas. No obstante, lo cierto es que las soluciones aportadas son ágiles e imaginativas. Tal es el caso de la cama, por ejemplo, o del aforo que consigue resolver los problemas técnicos de la sala, contribuyendo visiblemente a dinamizar el espectáculo. Aportadora de un ambiente peculiar y muy a tono con los presupuestos del director resulta la música, que es ejecutada en vivo. Waldo Díaz se encarga de realizar los arreglos a partir de los cuales consigue acercarse a una sonoridad contemporánea sin perder de vista las pautas del original.
Debo hacer notar que a la hora de escoger el elenco prescindió de sus principales figuras las que, dicho sea de paso, se cuentan entre los mejores intérpretes de nuestras tablas. En esta ocasión el protagonismo recayó sobre Liván Albelo y Yordanca Ariosa, dos jóvenes con mucho talento. Ariosa demuestra que posee un temperamento fuerte y que es capaz de transparentar un amplio registro de emociones, a esto suma una voz potente y bien timbrada que le permite cantar con afinación y garra, amén del dominio de la gestualidad y la nitidez a la hora de denotar las transiciones. Albelo no se queda a la zaga y acomete su rol con desenfado y naturalidad. Se trata de un comediante orgánico que domina su cuerpo, canta, baila y actúa con inusual desenvoltura.
Con La primera vez Raúl Martín vuelve a protagonizar un acontecimiento teatral de mucho interés. Fiel a su estilo, demuestra una vez más que se ha instalado en un modo de abordar el teatro que lo distingue y le permite el diálogo con amplios sectores de público. Esa, junto a la rigurosa selección del elenco, han sido dos de las claves de su éxito.