Ese niño prodigio que fue Nicolás Dorr, es también el heredero del caos. Del luminoso, no del caos de las tinieblas, a resultas del cual surge la novela que acaba de regalarnos.
En los nueve capítulos de El legado del caos, se descubre la imperiosa, incontenible necesidad que tiene el autor de contar, contar hasta el infinito, vaciarse de todo y ante todos, al mismo tiempo que muestra aristas de una historia largamente sepultada.
Fela Mondragón, siniestro personaje, empieza y acaba en estado de locura absoluta, funciona como eslabón alucinante en la extensa cadena de acontecimientos que vivió nuestro país. Es ella el resultado de un fanatismo legítimo. A pesar de toda la carga de perniciosidad que guía a cada uno de sus actos, llega a ser imprescindible.
Su nieto Gerardo (como el Machado a quien idolatra hasta el delirio la Mondragón) representa al fracaso. Debido a la victimización de un contexto histórico específico, Gerardo rompe las aspiraciones, equivoca el rumbo de la calle del centro, y lo que hoy sería considerado como la normal búsqueda de identidad, se convierte, dadas las circunstancias de entonces, en su propia espada de Damocles. Una de las características que más lo distingue es su ambigüedad. No llegamos a saber nunca cuál es su preferencia sexual, ni sus convicciones políticas, ni a quién ama de entre los miembros de su disfuncional familia. Es el más trágico de todos los personajes, y a quien, a pesar de sus inexactitudes, llegamos a comprender mejor. La empatía que se logra entre él y los lectores, lo hace inolvidable.
Nenita, hija de Fela y madre de Gerardo, merece comentario independiente. Con carácter puramente femenino, sus largos monólogos constituyen lo más delicioso, divertido y entrañable de este Legado... Con la excusa de estar enferma de la tiroides, muestra una aparentemente inconexa verborrea, que en realidad es el resultado de largos años de infelicidades y de frustraciones.
Su verborrea y ella misma son consecuencias de algo que no se menciona con pelos y señales, pero que está presente todo el tiempo en la novela: la violencia.
Nenita es agredida psicológicamente desde su nacimiento al ser rechazada por su madre despótica y consentida por su padre, mujeriego y sumiso a la vez. Este tipo de violencia es sustituida (o mejor dicho, sumada) a las múltiples golpizas de que es víctima más adelante por parte del esposo. Como si no bastara, es traicionada por su mejor amiga, abandonada por su tía del alma, rechazada por su hijo, incomprendida por todos y siempre en territorio ajeno, prestado. Parecería contradictorio que su larga catarsis sea, como ya dije, divertidísima. Sin embargo, lo es. Un sentido cubanísimo del humor que consiste en el choteo de su propia desgracia existencial.
Su aspiración es volver a jugar ping pong sin detenerse en cuestiones serias, fundamentales. Al mismo tiempo, Nenita atraviesa cada etapa histórica con un sentido crítico que le permite ser práctica. Es la sobreviviente por excelencia. Aparentemente alocada pero en el fondo con la lucidez que le falta al resto de los personajes, sortea los avatares de cualquier contratiempo con sus análisis pueriles.
No queda fuera de esta novela ningún episodio, por doloroso que haya sido. Resulta difícil de creer que puedan ser narrados con humor eventos tan lacerantes como la persecución a homosexuales, la forzosa imposición de normas que hoy día vemos como errores felizmente superados. Pero Nicolás Dorr logra a través de Nenita que aquellas concepciones sean vistas con el prisma de la gracia criolla y no con el dolor profundísimo que causaron.
Ahora más que nunca se hace necesaria la lectura de El legado del caos. Esta primera novela de Nicolás Dorr nos ayudará a todos a «que retorne la luz, para volver a ver las estrellas», como se lee al final de la novela.