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La estrella cubana de Áurea Matilde

La Guerra Civil española la trajo a Cuba, donde es hoy prestigiosa historiadora y profesora universitaria, cuya obra le ha merecido el Premio Nacional de Ciencias Sociales 2008 Fragmento del libro José y Consuelo. Amor, guerra y exilio en mi memoria

Autor:

Edel Lima Sarmiento

Al undécimo día de viaje en el vapor Orinoco, por fin se divisó tierra. Lo primero que de La Habana vislumbró Áurea Matilde, de ocho años de edad, fue el castillo del Morro. La niña llegaba a Cuba en agosto de 1937 con su madre, dos tías y sus tres hermanos.

No eran de aquellos emigrantes que antaño viajaban al «Nuevo Mundo» con el espejismo mítico de El Dorado, ni de los que, en los tiempos que corrían, soñaban con «hacer la América». Eran parte de esa España peregrina, que desgarrada por la Guerra Civil se lanzaba al exilio eludiendo la persecución, el castigo o la muerte.

Sus padres eran maestros y republicanos. A él lo habían apresado los militares sublevados en la ciudad asturiana de Oviedo, donde residía la familia, y poco después lo desaparecieron. La vida de la madre también corría peligro, y tuvo que abandonar la tierra amada para cumplir al esposo la promesa de proteger a los hijos.

El mundo no se detuvo, aunque en muchos instantes de su dura niñez y juventud a Áurea Matilde Fernández Muñiz le pareciera que a este le pasaría lo mismo que a cualquier reloj. Ella es hoy una mujer octogenaria, a quien la casualidad, el destino o su carácter emprendedor quiso –o quisieron juntos- que llegara a estar entre los historiadores cubanos más importantes del momento.

Su dedicación, desde 1966, a la enseñanza de la Historia de España  en la Universidad de La Habana y el valor de su obra historiográfica en más de una decena de libros e incontables artículos, le han abierto los caminos al reconocimiento. Con el Premio Nacional de Historia en casa desde el 2005, recibió en esta Feria del Libro el de Ciencias Sociales y Humanísticas 2008.

Siempre hay que volver a la vida y seguir adelante

En su más reciente título: José y Consuelo. Amor, guerra y exilio en mi memoria, Áurea ha dejado el relato y análisis de los grandes hechos en un segundo plano y, sin traicionar su vocación de historiadora, nos ha presentado una estremecedora historia de vida: la de sus padres y también parte de la suya.

—Usted ha dicho que este libro era una deuda con sus padres pero, ¿qué motivaciones la impulsaron a escribirlo después de tanto tiempo?

—Los cuatro hermanos siempre tuvimos la idea de escribir sobre aquella época, pero no era fácil para ninguno. Con ese propósito fuimos reuniendo los documentos de la familia. Y después que ellos murieron, se me planteó un problema: lo escribía yo o no se escribiría.

«Me decidí en un periodo muy sensible, cuando en el 2003 perdí a un hijo y a Berta, la última de mis hermanos. Dos años antes había enviudado. Entonces me dije: «lo tengo que hacer», porque mis otros hijos, mis nietos y sobrinos se iban a quedar sin saber con claridad de dónde procedían.

«Además, en mis viajes a España notaba que se había olvidado la vida de los maestros asesinados, uno de los sectores más perseguidos por Franco. Esa fue otra de las motivaciones. Represento en mis padres a muchos de su profesión que corrieron igual suerte. Es una historia personal, ¡sí!; pero después que la han leído allá, otras personas consideran que también es la suya.»

Abel Prieto, Ministro de Cultura, entrega el Premio Nacional de Ciencias Sociales a la Doctora Fernández durante la última edición de la Feria Internacional del Libro —La derrota de la República en abril de 1939, primero, y la muerte de la madre el 6 de abril de 1947, después, dieron al traste con el sueño de la familia de regresar alguna vez a España. ¿Cómo la marcaron estos dos golpes?

—Tal vez pueda analizarlos ahora desde la lejanía. Cuando se vive un proceso no te das cuenta, del todo, de lo que está pasando. Nosotros nos reflejábamos en nuestra madre y al verla desplomarse por la derrota de la República, sabíamos que era una cosa tremenda. Quedaba la ilusión de que el padre estuviera en alguna cárcel, en algún lugar.

«Cuando estalló la II Guerra Mundial pensamos que iba a terminar la dictadura de Franco. Siempre vivimos pendientes de cómo marchaba este conflicto, porque si ganaban los aliados nosotros regresábamos a España y encontrábamos al padre. Fueron años de esperanza, y eso nos mantuvo en pie.

«Al morir mi madre sí se derrumban nuestros proyectos. ¡Cómo puede quedar un grupo de adolescentes cuando de repente se ven solos! Fue duro, pero ella nos había enseñado a continuar y no le íbamos a fallar. Por eso los cuatro hermanos estudiamos cuando fue posible y nos hicimos universitarios. En nosotros prendieron las enseñanzas de mis padres. Se puede pasar una época mala, pero siempre hay que volver a la vida y seguir adelante.»

—A su regreso a España en octubre de 1982, luego de la muerte de Franco, la transición y el triunfo electoral del Partido Socialista Obrero Español, usted reseña en su libro el temor que todavía tenía la gente al no atreverse a hablar en voz alta de la República y sus héroes. ¿Qué otros vestigios de la recién desaparecida dictadura franquista encontró?

—El franquismo se mantenía vivo de muchas maneras. Permanecían los nombres de las calles puestos por la dictadura y los monumentos a Franco, que todavía hoy no se han quitado todos. Era en los pueblos pequeños donde más se notaba el temor, no en las grandes ciudades ni entre los intelectuales con los que fui a trabajar en la Universidad Complutense de Madrid.

«Una chica profesora de origen republicano y luchadora antifranquista me llevó expresamente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la antigua residencia de estudiantes donde estuvieron figuras como Lorca y Dalí, para que viera que todos los académicos eran franquistas. Entramos a almorzar a un salón y aquellos personajes, todos sesentones y setentones, con los trajes negros y la prosopopeya propia de la dictadura. ¡El franquismo estaba vivo todavía!

«No era fácil desmontar toda su estructura institucional en tan poco tiempo. Además, la transición no fue un triunfo electoral de las izquierdas, sino pactada entre las izquierdas y las derechas con la aceptación de que permaneciera muchísima gente en el poder.

«En los pueblos de campo ni te digo. La palabra República no podía pronunciarse. Todavía en el 2007, cuando se presentó el libro en España y tuve la oportunidad de visitar Besullo, el pueblo natal de mi padre, me pasó algo increíble. Encontramos a un hombre de 89 años, que se acordaba de él y empezamos a preguntarle. Recuerda: “Al hijo del carpintero lo mataron. Si no hubiese sido por...”. No dice que por la guerra, y eso fue hace dos años. ¡Muy grande es el trauma del pueblo español!»

—Después de 47 años de la desaparición de su padre, en 1984 le llega la notificación de que había sido asesinado por el franquismo. ¿Qué sentimientos albergó en ese instante?

—Mira, eso no se puede reflejar con palabras. Fue en este mismo sitio. Yo dirigía el Departamento de Historia General en el local de enfrente y me llegó una carta con la lista de muchos maestros desaparecidos y los lugares donde habían sido asesinados. Me quedé pasmada: allí estaba mi padre. La veía, la veía y la veía. No sabía qué hacer ni cómo comunicárselo a mis hermanos. Sabíamos que estaba muerto, era imposible que no lo estuviera, pero ahora sí me decían su paradero: lo habían tirado al mar, por la playa asturiana de la Concha de Artedo. Fue un impacto. No te puedo decir otra cosa.

Áurea está a punto de llorar; quizá ha vuelto a vivir aquel momento. Pero no quiere dejarse tomar por la tristeza ni que nos demos cuenta, y con rapidez se recupera.

—¿Guarda resentimiento?

—No creo que la palabra sea resentimiento, diría que guardo dolor; eso es distinto.

Cuba para España era mucho más que una colonia

Áurea Matilde Fernández ha dedicado su obra al devenir de la sociedad española y a sus relaciones con la mayor Isla del Caribe. Entre sus principales libros pudiéramos citar Cuba y España (1868–1898): revolución burguesa y relaciones coloniales; España: franquismo y transición; y España: Segunda República y guerra civil. No ha dejado de ser profunda y objetiva, ni siquiera cuando los conflictos tratados se relacionan con su vida personal.

—Los españoles suelen decir, cuando algo se rompe o sale mal, que «Más se perdió en Cuba» o «en la guerra», y hasta algunos cubanos en situaciones similares lo afirmamos. ¿Qué interpretación histórica hay detrás de estas frases populares?

—Los españoles lo dicen desde la época de 1898. Cuba para España era mucho más que una colonia; no tanto para el gobierno como para el pueblo español. Era el lugar apetecido por muchos sectores de la población. Algunos venían, se hacían de dinero y regresaban. Otros se quedaban porque se establecían o formaban familias cubanas.

«Para España la pérdida de Cuba fue ignominiosa: ¿cómo perder la Isla si era parte esencial del reino? Y para los canarios aún más doloroso, pues dependían de las remesas de sus familiares que estaban aquí para pagar las hipotecas de sus casas y sobrevivir.

«Y en ese llamado Desastre del 98, para colmo, no se dio la independencia a los cubanos, sino que se perdió una guerra con la intervención de los norteamericanos. Esto era más bochornoso todavía entre la población peninsular, no así para el gobierno, que incapaz de revertir la situación prefirió de alguna manera ser derrotado por Estados Unidos, una potencia en ascenso, antes que por unos “cuatreros de la manigua”, como llamaban a los independentistas cubanos. Con ello creían salvarse frente a la opinión pública interna, que los responsabilizaba del fracaso.

«Con la firma del Tratado de París entre Estados Unidos y España, los españoles no pierden sus propiedades en Cuba, es decir, los ricos nada perdieron, quien se afectó fue el pueblo de las diversas regiones de España. Por eso ha sido un decir popular que fue lo terrible, lo más grande, lo que se perdió en Cuba.»

—Se habla del Martí que desentrañó las sociedades norteamericana y latinoamericanas de su tiempo. ¿Hasta qué punto llegó el Apóstol a comprender la española?

—Creo que fue uno de los primeros que comprendió perfectamente esa sociedad. Entre otras cosas porque vivió en ella y fue allí donde se hizo hombre, como él mismo dice en versos: «Donde rompió su corola la poca flor de mi vida...», en Zaragoza. Conoce a intelectuales, pero también a gente de pueblo, la misma que defendió la I República; defensa de la cual él se sintió parte. Se da cuenta entonces de que existen «dos Españas», la de la oligarquía en el poder y la de los españoles útiles: los padres, los amigos, los trabajadores, los de alma liberal.

«Por eso en el Manifiesto de Montecristi explica que la guerra no es contra el español, sino contra el que se oponga a la independencia de Cuba. Fue el primer hombre cubano que nos enseñó a ver esas diferencias; no fue el único, pero sí el que más influyó.»

—En uno de sus libros usted enuncia que, de una forma u otra, casi todos habían perdido con la Guerra Civil...

—Sucede que los vencedores también sufrieron bajas en la guerra. Y después tuvieron que padecer los años de posguerra con una miseria y escasez enormes; además de las grandes diferencias clasistas, porque hay vencedores ricos y pobres.

«Muchos tuvieron que aceptar formas de vida que no eran las que les hubiesen gustado. De una disciplina militar, de una censura, de hasta no poder ver las películas o leer los libros deseados. Eso lo sufrieron parte de los vencedores. En España no se dejaban entrar libros que atentaran contra el régimen y menos de los exiliados de la guerra. Las películas que se exhibían eran extremadamente “cortadas”.

«Hay ejemplos muy graciosos. Hubo un filme norteamericano que contaba una infidelidad (de la década del 50, muy simple, no era como las actuales), en la cual el amante resultó ser el hermano de la mujer, ¡qué hermanos más cariñosos! Le cortaron las escenas amorosas y modificaron los diálogos, porque en España no se permitía poner películas subtituladas, sino que tenían que ser dobladas; eso todavía hoy.

«Claro, la situación más difícil fue la de las familias de los vencidos. Si tenías un familiar “rojo” ya casi no podías vivir en tu pueblo. Por esa razón, muchos se mudaron de lugar o tuvieron que sufrir el exilio.»

—Siendo Franco un furibundo anticomunista, ¿cómo se explica que no haya roto relaciones con Cuba al declarar la Revolución su carácter socialista o, incluso, ante un hecho anterior como la expulsión de la Isla del embajador español Juan Pablo de Lojendio?

—En enero de 1960, el embajador Lojendio, marqués de Vellisca, provocó un incidente ante las cámaras de televisión al estar en desacuerdo con las explicaciones de Fidel Castro acerca de la colaboración de curas españoles con unos individuos que habían causado la muerte de un piloto cubano. Cuando regresa expulsado de la Isla, no recibe, diríamos, el beneplácito del propio Franco. Cuentan que le dijo: «No fue una actitud muy diplomática la que usted tuvo».

«Pienso que a ninguno de estos dos países les convenía romper relaciones, siempre que no se inmiscuyeran en sus asuntos internos. Cuba estaba aislada y las únicas salidas que tenía al exterior en América y en Europa eran México y España.

«Desde el punto de vista económico había razones de peso. España estaba en un periodo de apertura y despegue de su economía, por lo que necesitaba mercados. Se habían instalado modernas industrias automotrices, y cuando Estados Unidos le cierra las puertas a Cuba para poder comprar vehículos y piezas de repuesto, entran al país los ómnibus españoles Pegaso y luego los camiones Barreiros. De esa forma España aprovecha el mercado cubano, porque el del resto de América Latina estaba copado por Estados Unidos.

«Los empresarios españoles tenían interés en venir a negociar aquí y eso fue lo que hicieron. A Cuba también le convenía, porque así no solo se abastecía con la Unión Soviética. España siempre compró el tabaco cubano; casi era el único país interesado en medio de aquel cerco económico.

«Como siempre primó el vínculo histórico entre los dos países, que no se perdió por la gran cantidad de migración española a la Isla en las primeras décadas del siglo XX. Había muchos lazos de familia. Ya en las generaciones jóvenes no se ve tanto, pero antes cualquiera tenía un abuelo español. De estas relaciones quiso aprovecharse el régimen franquista al crear el Consejo de la Hispanidad, con vistas a lograr que penetrara su ideología entre los intelectuales de América Latina, y especialmente de Cuba.»

Soy maestra en primer lugar

Heredera de una tradición pedagógica, Áurea ha entregado 51 años de su vida a la enseñanza, de los cuales 44 pertenecen a la Universidad de la Habana, donde es profesora de Mérito y ha obtenido los doctorados en Ciencias Históricas y Superior en Ciencias. Su rostro y oratoria pudo apreciarlos el pueblo durante el curso de Historia de España en Universidad para Todos.

—Si tuviera que escoger entre pedagoga o investigadora, ¿en cuál de los dos se ubicaría?

—No me gusta decir pedagoga, sino maestra. Me inclino por el de maestra. Pero un buen maestro nunca puede dejar de investigar, porque sino se puede quedar anquilosado. Yo entré a la investigación por la presión de las aulas, de mis estudiantes universitarios. De manera que no se pueden separar, pero si tengo que escoger alguna, soy maestra en primer lugar.

—Sus clases en Universidad para Todos tuvieron aceptación y la hicieron a usted popular. Cuénteme de esa experiencia.

—(Ríe). Para mí fue maravillosa, porque aprendí mucho. Me dije “No puede ser como en el aula, donde veo a los estudiantes y comparto con ellos; hay que hacerlo más atractivo”. Me pasaba noches buscando láminas, canciones, seleccionando fragmentos de películas; pero cuando luego veía la clase terminada y que les gustase tanto a las personas, me llenaba de una satisfacción enorme.

—A propósito, ¿qué le ocurrió con el presidente dominicano Leonel Fernández?

—¿Quién te contó eso? (Ríe). Un grupo de profesores cubanos fuimos al Congreso La Revolución Española 1808 y su repercusión en Hispanoamérica, en República Dominicana. Y en la recepción de bienvenida aparece el Presidente. Es una persona encantadora, amable con todos. Comienza a saludar y cuando se acerca a mí me dice «Yo a usted la conozco». «Bueno, estuve en el Aula Magna cuando usted visitó La Habana». «No, no, la conozco porque usted es la profesora de Historia de España por televisión. Me gustaron sus clases y tomaba notas» (Ríe). ¡Me sorprendió enormemente!, ¿cómo es que le llegaron? Parece que las pasaron por Cubavisión Internacional.

—Aún imparte clases en la Universidad, organiza y participa en eventos, domina con facilidad la computación... ¿Cuál es la receta para mantenerse tan vital?

Áurea Matilde en una clase del curso de Historia de España, en Universidad para todos. —Tener ganas de vivir, de hacer cosas y tener una familia como la mía, que me apoya muchísimo. No solo la de sangre, también mi familia extendida, la de mis alumnos (algunos de los cuales se han convertido en profesores), la de mis compañeros y amigos. Y porque se cumplan años no tienes que dejar de vivir o de hacer. Todo mientras te acompañe la salud. Me encanta compartir con jóvenes, es cuando mejor me siento, porque tienen ese deseo infinito de hacer.

Con ese espíritu incansable, da los toques finales a un libro colectivo que se llamará La Guerra Civil Española en la sociedad cubana, y tiene en mente un proyecto grupal de recoger las historias de los exiliados españoles que viven aquí y han sido reconocidos como «niños de la guerra».

El pasado no lo olvida, lo lleva dentro. Siendo una niña, cuando su vida se vio deshecha por la Guerra, Áurea Matilde Fernández no imaginó que recobraría la suerte de la familia, que un día podría enseñar y escribir Historia, y que sin renunciar a lo español hallaría otra patria. Tampoco supo entonces que sus hijos y nietos, alumnos, colegas, lectores, televidentes y Cuba misma ganaríamos el premio de tenerla.

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