Newman junto a su esposa Joanne Woodward. No le interesaba seguirle el juego a Hollywood, y nunca lo hizo. Quizá por ello la Academia solo lo premió una vez con el Oscar a la mejor actuación masculina, aunque estuvo nominado en diez ocasiones. Bueno, también le entregó dos estatuillas honoríficas, porque era innegable que el carismático productor, director y, sobre todo, actor Paul Newman, con su porte galante, sus ojos de un azul intenso, se convirtió con los años en toda una leyenda de la meca del cine estadounidense; en una verdadera estrella (no lo pudo evitar), cuyo brillo acaba de apagar definitivamente un cáncer de pulmón.
Hacía seis años que el astro de la cinematografía norteamericana no se robaba «el show de la película», desde que apareciera bajo las órdenes de Sam Mendes en Road to Perdition —el gangster que interpretó aquí le valió su última candidatura al codiciado galardón—, y aún así sus seguidores, que eran muchos en el mundo, tenían la esperanza de que Paul volviera al plató; una ilusión que echó definitivamente abajo cuando en mayo de 2006 anunció que no actuaría más.
«No estoy más disponible para trabajar como un actor y estar al nivel que me gustaría, admitió en una entrevista a la cadena estadounidense ABC. Uno comienza a perder su memoria, uno comienza a perder su confianza, uno comienza a perder su capacidad de inventar, por tanto, creo que esto es más bien un capítulo cerrado para mí». Era evidente que si algo quería Newman era dejar en la memoria colectiva el recuerdo de un actor que se entregó con pasión e inteligencia a una carrera de casi medio siglo, signada más por el éxito que por los descalabros artísticos.
El deceso fue anunciado este sábado, aunque se produjo el pasado viernes en su casa de New Haven, Connecticut, a los 83 años de edad —nació el 26 de enero de 1925, en Cleveland, Ohio—, acompañado de su esposa, la también actriz Joanne Woodward, a quien dirigiera en cinco de las seis películas que rodó como cineasta, en las que quedaba patente su interés de hacer un cine «distinto».
Paul Newman descubrió su vocación después de estudiar arte dramático en la universidad de Yale y luego en el Actor’s Studio, donde ingresó en 1952, hecho que le permitió debutar un año después en el teatro con la obra Picnic (1953), escrita por William Inge, que posteriormente fuera llevada al celuloide. Antes había participado en la Segunda Guerra Mundial como radio operador de la marina y, de regreso a la vida civil, había sido expulsado de la Universidad de Ohio por su conducta un tanto desordenada.
El cine le abrió las puertas en 1954, luego que el gran Marlon Brando desestimara protagonizar The Silver Chalice, una experiencia que lo desanimó lo suficiente como para pensar que el séptimo arte no era para él. Sin embargo, llegó una segunda oportunidad con Somebody up there likes me junto a Steve McQueen. Dirigida por Robert Wise, El estigma del arroyo había sido pensada para que fuera protagonizada por otro mito: James Dean, quien debía dar vida al renombrado boxeador Rocky Graciano, pero se lo impidió la muerte. El magnífico desempeño de Newman al transformarse con certeza en aquel controvertido personaje real de El estigma del arroyo hizo que la crítica empezara a ver en él al «nuevo Brando».
Con La gata sobre el tejado de zinc caliente le llegaría su primera nominación al Oscar. En lo adelante, todo sería diferente. En 1958, asumiendo el rol de un exjugador de fútbol americano, compartiría con la popularísima Elizabeth Taylor el rol estelar de La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Richard Brooks, basada en una obra de Tennessee Williams por la que este alcanzaría el premio Pulitzer de 1955. Considerado por muchos el mejor papel de su carrera, por La gata sobre el tejado de zinc caliente, la cual se convirtió en una de las diez películas más taquilleras de ese año, Paul Newman obtuvo su primera nominación al Oscar por su espléndida caracterización de Brick.
La década de 1960 sería formidable para el joven actor. Poco a poco se iría edificando su fama con títulos como El buscavidas ((The Hustler, 1961), El indomable (Hud, 1963), La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967), donde vuelve a repetir con Steve McQueen; y Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), donde se encontraría con el formidable Robert Redford y comenzaría una alianza que lo acompañó hasta su muerte —luego, gracias a este interesante western, Redford nombraría al certamen cinematográfico que fundara Sundance Film Festival; y Newman tomaría el título de la banda sonora, Hole in the Wall, para denominar al campamento de verano para niños con enfermedades terminales que creara, una de las tantas obras caritativas que llevó a cabo a lo largo de su existencia.
Sólo en dos ocasiones se unieron en el plató Paul Newman y Robert Redford. Newman y Redford volverían a mostrar su química perfecta, dirigidos nuevamente por George Roy Hill (Dos hombres...), en El golpe (The swing, 1973), un clásico donde se mezcla la buena comedia, de guión consistente, con el buddy movie —fórmula empleada para anteponer a dos personas muy diferentes. En El golpe ambos interpretan a dos pillos bien pillos que engañan a todo el que se les ponga delante, y lo hacen con una organicidad que invita al aplauso.
Aunque lastimosamente estos dos astros no trabajarían juntos otra vez, cada uno de ellos continuó una contundente carrera, que en el caso de Newman se pude comprobar con películas como la espectacular Infierno en la torre (The Towering Inferno); o cintas de culto como Buffalo Bill and the Indians, de Robert Altman; The Life and Times of Judge Roy Bean, de John Houston; y The Veredict, drama fascinante ambientado en la sala de un tribunal, dirigido por Sidney Lumet, que consiguió cinco candidaturas a los Oscar, entre ellas la de mejor actor, por su magnífico retrato de un abogado derrotado y alcohólico, que tropieza con la última oportunidad de redimirse a sí mismo.
Como ha sucedido tantas veces, la Academia tardó lo indecible en recompensarle. Y ese momento llegó con El color del dinero (The dreamers, 1986), cuando ya Newman contaba con poco más de seis décadas de vida, pero tenía todavía fuerzas suficientes y, sobre todo, dominaba a la perfección el don de la actuación. En El color del dinero, del reconocido realizador Martin Scorsese, Newman repetiría a un personaje que ya había defendido en El buscavidas: Eddie Felson, solo unos cuantos años mayor, cansado y consumido por el cinismo, que quiere «preparar» a Vincent, un joven jugador de billar, representado aquí por el joven Tom Cruise, cuya ganancia máxima fue recibir en vivo y en directo una verdadera clase de interpretación.
Con Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002) Paul regresaría a la gran pantalla para despedirse de los cinéfilos, como el jefe del clan de la mafia irlandesa, que trata de sobrevivir ante el empuje de la italiana, durante los años 30. Ahora con 77 años de edad, aparece rodeado de nuevas estrellas al estilo de Tom Hanks y Jude Law, pero el «viejo» sigue deslumbrando con su histrionismo en esta película poseedora de una puesta en escena majestuosa y un guión excelentemente construido, pero, sobre todo, fenomenalmente interpretado por un bien pensado reparto que completan los eficientes Stanley Tucci, Ciaran Hinds y Daniel Craig.
Hasta el último momento, Paul Newman se mostró risueño, sin darle mucho trigo a los paparazzis dispuestos a llenarse los bolsillos sin ningún pudor, más preocupados por dar a conocer con bombos y platillos que el irreverente icono de Hollywood estaba al borde de la muerte, que en reconocer una de las carreras más estables y extraordinarias de la historia del cine universal. De cualquier manera, al fallecer este viernes Paul Newman, la industria estadounidense del entretenimiento perdía, sin duda, uno de los actores más populares y rentables de la segunda mitad del siglo XX.