Pagola la Paga sigue presentando propuestas atractivas e inteligentes. Foto: La Jiribilla Un aplauso a manos llenas por disponer de un festival nacional donde prueban fuerzas lides humorísticas del país y de todas las manifestaciones: la recién finalizada edición de Aquelarre demostró que entre los muchos frentes culturales donde somos una potencia figura eso tan difícil (y tan serio) que es hacer reír, un arte que no es nada fácil.
Una de las conquistas que debe saludarse es el hecho de recuperar la literatura entre esos rubros que aspiran a los premios en el megaconcurso, porque imaginen lo complejo de un proceso que, además de la sacrosanta función de provocar sonrisas y hasta carcajadas, lo haga desde una perspectiva harto compleja: escribir bien.
Claro que hacer reír es un reto que enrola al resto de los géneros, porque de veras no es coser y cantar para conseguir poner en el pentagrama una sátira, o afi(l)nar el trazo al punto de que la caricatura o el dibujo logren algo semejante dentro de ese complicado mundo que es el humor gráfico, o mover los recursos del histrionismo y la escena para mantener durante algún tiempo expectante a quienes observan. Ahora bien: tras la euforia de los premios y los premiados (a quien felicitamos, junto a los jurados que se enfrentaron a tamaña labor) debemos preguntarnos: ¿cómo anda el humor por casa? ¿Cuáles son las brujas que debe quemar esa gran hoguera en el acto a que alude el nombre del prestigioso festival?
Con cierta satisfacción comprobamos que disminuyen ataques a minorías, lo cual no significa que dejen de entrar en la diana de los humoristas (como demuestra, digamos, el sketch La sombra, de Pagola la Paga: respetuoso sin renunciar al sarcasmo criollo), sin embargo, hay que seguir trabajando en ello.
Un ejemplo: dentro de una bien organizada gala de clausura, se incluyó al grupo Los Favi con un fragmento de su espectáculo Tres perdidos en un teatro habanero; sin obviar las facilidades de uno de los actores para la mímica y la mimesis, molestó la burla a personas con retraso mental, y que alguno de los chistes (más desafortunados) fuera una alusión nada inocente (ni decente) a la negritud.
De modo que no son solo centros nocturnos perdidos en municipios y provincias, sino los más céntricos escenarios, los cuales reciben con frecuencia muestras de un humor ética y estéticamente cuestionable. Sin embargo, (de)mostrando que el «interior» no tiene nada que envidiar en cuanto a quilates humorísticos, ahí estuvo un grupo como Humore Mío y su simpática pieza De palo y paja al campo santo, donde dos espantapájaros entablan un original coloquio que pulsa inquietudes del cubano contemporáneo junto a temas universales y atemporales con un bien trabajado doble sentido y una adecuada dramaturgia en el tejido dialógico.
O el dúo Cari-care y su obra Vivienda de bajo costo, si bien su premiada parodia conoce más de una asociación y motivo forzados (aquí debe encomiarse sobre todo el trabajo musical) sitúa, sin embargo, un dedo en otra llaga: siempre estarán al tiro en el blanco de los humoristas aspectos sociales acuciantes.
De modo que nadie pide al humor cubano que renuncie a los problemas que nos aquejan, pues uno de los grandes salvavidas que siempre hemos tenido como pueblo, ha sido el volver cariñosamente tan saneadoras y oxigenantes armas contra nosotros mismos, y no es que los conflictos se resuelvan riéndonos de ellos, pero sí pueden encararse y enfrentarse mejor cuando se ponen en la picota pública de ese peculiar choteo que nos caracteriza.
Aquelarre 2008 volvió a agitar tal necesidad, y permitió también ajustar una precisión, el perfil de cada medio: no es lo mismo un cabaré, que la televisión, que un teatro, porque no es igual el ambiente de tragos e intimidad de una mesa en un club nocturno, que la sala de una casa con la familia (incluyendo menores) que un amplio escenario donde condicionantes de tipo estético obligan a adecuar tonos y estilos; en este sentido, Octavio Rodríguez (Churrisco), Carlos Gonzalvo (Mentepollo), Orlando Manrufo (Mariconchi) y Robertico, incluso fogueados en esos otros contextos, demostraron que puede hacerse un humor (llamémosle) teatral, sin perder un ápice de frescura e imaginación, sin renunciar al sano «cuero», sin traicionar en lo mínimo sus respectivas personalidades artísticas, pero centrándose en esas importantes adecuaciones.
Falta entonces que Aquelarre, como tanto ocurre con festivales y eventos, trascienda su propio marco: que los galardones no simplemente vayan al frío currículum vitae de los ganadores, o los diplomas a la pared de la casa: que las piezas literarias se publiquen, que el humor gráfico se exhiba, que los artistas que no viven en la capital puedan confrontar después sus actuaciones en espacios capitalinos y que la TV muestre en sus programaciones los mejores momentos: así el humor será de veras compartido, la gran sonrisa que nos conforma se dibujará perennemente en los rostros, y la reflexión y (hasta a veces, cómo no) la solución que siguen a una oportuna crítica tendrán lugar.
De ese modo las brujas que de veras hay que incendiar, arderán desde el calor, el brillo y la luz de esa gran hoguera llamada humor.