Cate Blanchett preside uno de los carteles del filme I’m not there. Un perfil de Bob Dylan es un estreno cinematográfico que se esperaba, sobre todo por quienes admiramos a esa, una de las figuras más importantes de la música popular norteamericana desde los años 60, magisterio que a partir de entonces, y durante cinco décadas ininterrumpidas, ha desempeñado como un emblema de los que hoy algunos llaman «canción pensante» o «inteligente».
Fueron Dylan, Joan Baez, Pete Seeger y otros adelantados, quienes afirmaron en ese período la llamada protest song (canción protesta) que se expandió por medio mundo y llegó incluso a nosotros. Pero el trovador norteamericano no negaba sus raíces ni partía de cero, todo lo contrario: mientras expandía y personalizaba un estilo singular, mostraba una firme devoción por la rica tradición musical de su país: folk, country and western, blues, gospel, rock and roll, jazz y swing, al tiempo que bebía de las escuelas inglesa, escosesa e irlandesa.
Pero Bob no se ha detenido: su más reciente disco de estudio, Modern Times, debutó en las listas estadounidenses en el número uno y más tarde fue nombrado Álbum del Año por la prestigiosa revista especializada Rolling Stone, reconocimiento que se suma a otros no menos importantes, como Grammys, Globos de Oro y premios de la Academia. También ha sido nominado varias veces al Premio Nobel de Literatura y el pasado año le fue concedido el Príncipe de Asturias de las Artes.
Una trayectoria así estaba pidiendo a gritos y hace rato su biopic (película biográfica), teniendo en cuenta que a esos extraordinarios méritos artísticos, Bob oponía una personalidad contradictoria y con frecuencia desconcertante, y es lo que tenemos justamente en salas de cine con este retrato múltiple que propone Todd Haynes (Lejos del cielo) en I’m not there..., título que procede de una canción del compositor y cantante nunca editada oficialmente. A propósito, contó con la aprobación absoluta del artista homenajeado, quien había rechazado anteriormente otros proyectos fílmicos sobre su vida.
El método elegido por el cineasta (entre cuyas fuentes figuraron el documental Don’t Look Back, de D. A. Pennebaker, material de archivo y, claro, la propia autobiografía de Dylan) resulta muy original, tanto desde el punto de vista de la diégesis como del reparto: quizá en este segundo aspecto estribe la mayor innovación de Haynes, quien lejos del tratamiento ad usum (un solo actor al que rejuvenecen o envejecen, o a lo sumo dos que representan sendas etapas de una vida) elige nada menos que siete, a los que, además, no asigna momentos que correspondieran rígidamente a la vida representada, sino que se permite fabular sobre la misma, incorporar matices y simple y literalmente, (re) crear; así, imagina a Dylan en diferentes tiempos: el primero tiene solo 11 años y es interpretado brillantemente por el niño afronortemericano Marcus Carl Franklin, un cantante de folk negro que recorre Estados Unidos con la guitarra a su espalda, clara referencia al background de un jovencísimo Bob; Ben Whishaw es el poeta maldito e irreverente a lo Rimbaud; Christian Bale se convierte en el gran intérprete de la canción protesta; ya célebre, es interpretado por el recientemente desaparecido Heath Ledger; Richard Gere proyecta en la pantalla a «Billy the Kid», representando la aludida fascinación que ejercían sobre Dylan las raíces musicales norteamericanas; y por último, Cate Blanchett es el Dylan más importante, como también decíamos: el de mediados de los 60, en el transcurso de una gira por Gran Bretaña, cuando se produce su encuentro con la música electrónica.
Y es justamente ella (nominada al Oscar por este rol) una de las grandes virtudes del filme: si la mayoría de sus compañeros oscila entre la discreción e incluso la estricta corrección, Blanchet protagoniza lo que un colega calificó de «milagro», y no porque se desconozcan las potencialidades histriónicas de quien ha asumido con éxito desde la reina Elizabeth hasta complejos personajes contemporáneos, sino porque el reto era grande al incorporar un hombre, y nada convencional, sin que se adivinara la pose o se descubrieran las costuras: Cate es orgánica y compacta de principio a fin, revelando con admirables transiciones los exabruptos, los (des) encuentros, sus lances eróticos, la manera de lidiar con una fama no siempre grata, pues le tocó el músico en su etapa decisiva.
Respecto a la estructuración de la historia, Haynes acude también a un gran collage expresivo: el mockumentary, el flashback más abrupto, la diferenciación cromática en la fotografía, el comentario in off (no gratuitamente, a cargo del también actor, Kriss Kristofferson, colega de Dylan y compañero de generación), la cámara en mano de un aficionado que grabara clandestinamente junto con los planos más profesionales y de «gran cine»... Uno de los indudables logros es el tratamiento sonoro, tan importante en una película sobre un músico: los fragmentos de muchas de sus canciones son incorporadas sutilmente a los momentos que definen, a veces es solo un violín o armónica aislados (instrumentos emblemáticos del folk, el country y otros géneros cultivados por el artista), los que contribuyen a atrapar la requerida atmósfera.
Sin embargo, es aquí donde irremediablemente falla el director: no logra integrar felizmente tal eclecticismo y, sobre todo, los excesivos saltos temporales e incluso tonales, dan al traste con la narración, que se resiente por caótica y excesivamente sesgada: es un verdadero picotillo lo que encontramos en la pantalla, lo que dificulta la comprensión de lo que ocurre ante tamaña acronología y afecta ostensiblemente la puesta en pantalla toda.
A pesar de ello, I´m not there... es una notable oportunidad para conocer en detalle a uno de los grandes cantautores contemporáneos y, en pago, un homenaje del cine a su contribución, sobre todo mediante ese «recital» de actuaciones dentro de las cuales, Cate Blanchet se erige como la gran, inolvidable diva, la «estrella» del show.