—Nada ni nadie viene de la nada, aseguran muchos ilustres pensadores. ¿De dónde vino Humberto Arenal?
—Aunque sea un atrevimiento, parafraseando a José Martí digo: Yo vengo de todas partes/ y hacia todas partes voy/ arte soy entre las artes/ y en el monte monte soy. En mi caso vengo de europeos que cambiaron su humilde origen social con un bregar duro y esforzado que les permitió ascender a la categoría de burgueses. Mi padre era un técnico en ferrocarriles y mi madre una maestra de escuela primaria. Ambos fueron un modelo ejemplar. Pero cuando se toparon con un hijo que mostraba imaginación y sensibilidad por la cultura trataron, sobre todo mi padre, de que estudiara una profesión respetable y productiva, por ejemplo ingeniería, que era la preferida de él.
«Como ni por asomo era la que yo quería discrepamos abiertamente y tuve que buscar otro camino. Me conseguí un empleo y estudié con ahínco el idioma inglés, con el deseo de irme a Nueva York a estudiar dirección cinematográfica. Y de paso buscar horizontes más amplios de vida. En dos años logré un buen conocimiento del inglés y algo más importante, una humilde beca por un año para perfeccionar el idioma en un instituto especializado en la ciudad de Nueva York. Pero al llegar comprobé que los cursos eran caros y no siempre eficientes. La ciudad de Nueva York es una constante paradoja donde lo bueno y lo malo se conjugan con frecuencia. Eso lo comprendí en el primer año que estuve allí y decidí quedarme, corriendo todos los riesgos. Nunca me arrepentí. Tuve que ganarme la vida como traductor, oficinista, fotógrafo y hasta vendedor. Fue una dura y difícil escuela de la que saqué muchas experiencias valiosas.
«Después estudié un curso de Periodismo, hice estudios de cine documental en el Film Institute con el renombrado profesor Hanz Richter. También hice estudios de dirección, actuación, dramaturgia teatral, voz y dicción en la Universidad de Nueva York. Y dirección teatral con un teatrista de origen panameño llamado José Quintero, uno de los mejores del llamado movimiento teatral off-Broadway de los años 50 del pasado siglo. Todo esto me permitió dirigir allí obras en inglés y español. Así adquirí una buena experiencia para el futuro».
—¿Cómo se convirtió en periodista de El diario de Nueva York y de revistas como Objetivo y Visión?
—En Nueva York empecé a escribir un libro de cuentos. Ya había publicado uno en Cuba y dos en Nueva York, uno de ellos en El diario de Nueva York en el suplemento cultural que salía los domingos. Un periodista cubano de apellido Moré era el responsable del suplemento y me animó a que le llevara más cosas y cuando le entregué una entrevista con un pintor puertorriqueño llamado Juan Deprey, me la aceptó y me instó a que estudiara periodismo. De nuevo pensé en el dinero. Ir a una escuela regular de periodismo me llevaría años y mucho dinero. Era algo imposible para mí. Pero él me convenció diciéndome que había un instituto que brindaba un seminario elemental de nueve meses, que no era caro y que las clases eran nocturnas. Tomé el curso y enseguida empecé a trabajar como redactor en El diario de Nueva York. Fue una gran experiencia en todos los sentidos. Sentí un contacto vital con la colonia hispana de Nueva York que ya era numerosa y vivía mal.
«Objetivo era la mejor revista española de cine de los años 40 y 50. Colaboré en ella sin que casi me pagaran, pero fue una provechosa experiencia. Visión fue otra cosa. Me captaron porque era un periodista profesional, con un buen conocimiento del inglés, y podía escribir sobre cine, teatro, y literatura; había viajado a México, Canadá, España, Francia y América Central. Me compraron pagándome un buen sueldo. Conflictos tuve más de una vez. Me acusaban de simpatizante comunista. Y cuando Fidel fue en abril de 1959 a Estados Unidos fui a Washington, hablé brevemente con él, y averigüé muchas cosas que puse en una crónica que escribí. Esto enfureció al director, discutimos y terminó despidiéndome. Creo que me hizo un gran favor. Fundé la oficina de Prensa Latina en Nueva York a pedido de Masetti, su creador».
—¿Cuáles son las ingratitudes que puede tener el trabajo periodístico?
—Sobre todo, por las mejores razones, no poder escribir a veces lo que uno sabe y desea decir. Y también la premura que exige el diarismo de todo periódico. Ahora hago periodismo cultural donde y cómo deseo.
—¿Por qué decide regresar a Cuba?
—El 15 de agosto de 1959 volví con mi familia a Cuba. Se había cerrado para siempre un largo e importante ciclo de mi vida. Nunca pensé quedarme a vivir para siempre en Estados Unidos. Una buena prueba fue que aunque pronto me concedieron la condición de residente permanente, por lo que habría podido optar por la ciudadanía de ese país, no lo hice nunca. No viene al caso profundizar, pero en un análisis rápido puedo decir que recibí allí muchas cosas que enriquecieron mi vida en todos sentidos, pero las tuve que luchar mucho. A veces en desventaja. Cuba era mi patria, conocía bien su ejemplar historia, sus luchas a veces precisamente por la injerencia de los Estados Unidos. Por eso cuando surgió el Movimiento 26 de Julio sentí que esa lucha en parte era la mía. El ataque al cuartel Moncada, el desembarco del Granma, la lucha guerrillera en la Sierra Maestra y después en toda Cuba, alertaron mi condición de cubano, que no estaba precisamente dormida. Estoy tratando de resumir. Pero puedo afirmar, y lo prueban los hechos, que esas razones me decidieron con el triunfo del 1ro. de Enero de 1959, a retornar para siempre a la Patria. Aquí estoy y estaré hasta el final de mi vida.
—¿En qué momento se enamoró del teatro?
—En la década de los años 40 del pasado siglo empecé a frecuentar con mi hermana Olga, que quería ser actriz, los teatros de La Habana, que no eran muchos y no siempre de calidad. Pero algo se enraizó en mí. Por eso cuando estuve en Nueva York, y luego en México y en España, vi mucho y buen teatro. Entonces pensé que si no dirigía cine, podría dirigir teatro. Fue el comienzo de uno de los grandes amores de mi vida. El teatro me brindó muy buenos momentos. Le dediqué muchos años, lo he amado mucho.
—Como estudioso de la obra de Virgilio Piñera, ¿qué significó ser su amigo personal, incluso en momentos tan difíciles?
—He estudiado y dirigido el teatro de Piñera con pasión. Virgilio es el genio del teatro cubano. Estrené sus obras El filántropo y Aire Frío, también dirigí Jesús, otra excelente obra suya. Comencé a dirigir Dos viejos pánicos con Adolfo Llauradó e Isabel Moreno, cuando vino una orden del Consejo Nacional de Cultura de prohibirla. Un grave error. Ahora parece que todos hemos sido reivindicados de las acusaciones y ataques que nos dirigieron.
«En el plano personal, Virgilio y yo fuimos buenos amigos y hasta cierto punto uno de mis maestros en el teatro. Un hombre brillante, con un sutil sentido del humor. Un genuino creador. Su nombre quedará en un lugar de honor de la cultura cubana».
—¿Cómo hizo para que no lo ganara el remordimiento?
—La Revolución Cubana es un hecho gigantesco de la historia de América, del mundo, no cabe guardar remordimientos ni odios a estas alturas a un hecho tan importante. No tengo remordimientos. Malos recuerdos quizá.
—Le dedicó 40 años de su vida al teatro, ¿por qué no más? ¿No le atrae volver a dirigir?
—A veces siento la tentación, cierta nostalgia, quizá vuelva para dirigir alguna de mis obras publicadas. Pero tendría que pensarlo muy bien. No podría ser algo sin importancia. Me entregaría sin reservas, y ahora tengo ciertas cosas importantes que escribir.
—Su novela El sol a plomo la clasificó como un libro precipitado, sin embargo, está considerada la primera de la Revolución Cubana...
—Cronológicamente fue la primera novela publicada de la Revolución Cubana, y no me arrepiento ni me avergüenzo de ella. Tuvo dos ediciones, fue traducida al inglés, al italiano, al ruso. Pero la verdad final es que la precipité, me dejé llevar por la ansiedad de todo autor novel. Sucede como cuando le sale a uno un hijo feo, hay que asumirlo a plenitud, con amor.
—Según los críticos, dentro de su literatura hay novelas tan dispares y significativas como ¿Quién mató a Iván Ivánovich? y Allegro de habaneras. ¿Se propuso que su obra resultara así de diferente desde un principio?
—Esa no es una verdad total, pero lo cierto es que me gusta experimentar. Mi última novela Occitania, es bien diferente a las otras que he escrito y me place que sea así. Tengo otra empezada que combina lo viejo y lo nuevo. No es un alarde, es una necesidad.
—¿Por qué le interesa contar historias?
—Los que me conocen bien me han dicho muchas veces que soy un narrador nato, hasta en la vida cotidiana. Mi gran amigo y maestro Enrique Labrador Ruiz me lo repetía siempre: Coño, siempre estás narrando cuando hablas. Me gusta contar historias, que siempre resultan un vago reflejo de la realidad. Negarlo sería traicionarme a mí mismo. La vida está llena de maravillosas historias y me fascina contarlas.
—Durante algunos años fue profesor en la Escuela de Instructores de Arte y en el ISA. ¿Es pensando en sus alumnos que escribe títulos al estilo de Seis dramaturgos ejemplares?
—No, ya no extraño el aula. Pero tiene razón cuando afirma que escribo títulos pensando en mis alumnos. No pretendo escribir difíciles ensayos, aspiro a que sean manuales, útiles herramientas en manos de los alumnos. Quizá vuelva a hacerlo.
—Terminó una larga novela, Occitania. ¿Cuál es la historia que nos quiere contar ahora?
—La de algunos de mis ancestros por la vía paterna. Fueron franceses, suizos, españoles y por supuesto cubanos en la primera mitad del siglo XIX. Es la historia de algunos de ellos y la de Cuba, que fue tan rica y determinante. Comienza con el siglo y termina en 1869. Eso y mucho más. La novela tiene 320 páginas.
«Y tengo empezada otra. La de mi larga estancia de 11 años en Nueva York. Una novela en que mezclo arbitrariamente la ficción más delirante y los hechos más reales. Apenas la estoy empezando. Por ahora se llama El tiempo es un hábil tramposo. De nuevo estoy experimentando».
—¿Existen otros títulos terminados y por publicar?
—Una nueva versión de ¿Quién mató a Iván Ivánovich? Y un poemario, el primero, que publicará la Editorial Unión el próximo año. Hace años que lo preparaba. Está listo.
—¿Qué siente después de ser nominado tantas veces al Premio Nacional de Literatura y obtenerlo finalmente?
—Por supuesto un gran placer. Creo que lo merecía. Y que me perdonen la inmodestia. Pero a la vez pienso que como todo premio no es más que un reconocimiento público a la obra de un creador, expuesto siempre a las opiniones de los demás. Creo que lo gané limpiamente, por unanimidad, en buena lid. Eso me conforta.
—Después del Premio, seguramente se reeditarán algunos libros suyos. ¿Cuáles, en su opinión, no deberían faltar?
—Por ejemplo mi libro de cuentos Del agua mansa, mi novela A Tarzán con seducción y engaño, y la colección de obras teatrales titulada Lala, Lila, el Beny y otros más. Y una farsa musical que hace años espera su publicación; se llama El brillante. Pero a la larga eso no va a depender de mí. Espero confiado en el juicio de la posteridad.
—¿Fue su sólido apego al arte el culpable de sus tres matrimonios?
—¡Qué pregunta! Creo que el matrimonio es una difícil aventura. Y el arte puede ser su competidor y hasta su enemigo. Mis dos primeros matrimonios comenzaron bien y después, por razones de ambas partes, hicimos que fracasaran, quizá fueron intentos fallidos de origen. Pero me dejaron dos hijas maravillosas. El actual matrimonio ha durado y va bien, es mi relación más larga y más madura; creo que durará hasta el final de mis días. Lo necesito en todos los sentidos. También lo que me queda por hacer de mi obra artística.
—¿Cuál es el rastro que le gustaría que quedara de su vida?
—Le respondo con el final de un poema que escribí hace algún tiempo:
Soy el uno y soy el otro
cómo no ese soy
al que le llevan la mala cuenta
y el otro
no lo olviden
por favor
el que dio también
lo mejor de sí.