La serie estadounidense devela innumerables agujeros negros desacreditadores del sistema
En los minutos finales de la segunda temporada de Fuga de la prisión, Michael Scofield y Lincoln Burrows quedan exonerados de sus cargos, luego de que el más villano de los agentes secretos, Paul Kellerman, decide entregarse a la justicia, confesar la intriga que se ha llevado a cabo y así liberar a la doctora Sara Tancredi. Esta, colmada de felicidad, viaja como un relámpago a Panamá y se encuentra con los hermanos fugitivos. Pero en ese instante aparece ante ellos otro de los agentes secretos y en un abrir y cerrar de ojos todo vuelve al principio, aunque con una ligera variación: Scofield es ahora el prisionero y su hermano queda procurando información sobre él.
Esa ha sido la tónica de la serie que ha cautivado a los televidentes cubanos más trasnochadores. Fuga de la prisión comenzó a transmitirse en el verano y desde entonces nadie que la siguió, hasta donde tengo noticias, pudo conciliar fácilmente el sueño una vez concluido el capítulo de la jornada. Eso se debió, en buena medida, al cúmulo de información esparcida por entre sus múltiples peripecias, que no dieron sosiego. El suspenso en escena ha sido la carta de triunfo de este verdadero espectáculo audiovisual. Por no hablar de las otras cartas, aquellas que guardan bajo la manga sus creadores para en un santiamén resolver un complot o el destino final de un personaje.
Esa fórmula, que por vieja no pierde eficacia, y que descansa sobre el escamoteo continuo de datos al espectador —para facilitar así la labor de engranaje de la fábula, según los más disímiles intereses— ha hecho de la serie un auténtico éxito no solo en Estados Unidos, sino también en medio mundo, donde esta cuenta con millones de seguidores incondicionales que se la pasan creando sitios en internet para avivar a los fanáticos. Allí estos lo mismo opinan sobre cómo debe seguir el curso de la trama, hasta promueven rumores de menor valía como la supuesta homosexualidad de Wentworth Millar (Scofield), que, si supieran lo mucho que le puede costar al actor —en una industria como esa, que serlo o tan solo aparentarlo puede significar el cierre de contratos inmediatamente—, serían más cuidadosos.
Y todo eso estaría bien, si no fuera porque la mayoría son simplemente eso: fanáticos. Y se sabe, lamentablemente, que esa conducta no viene siempre acompañada del juicio, aunque los haya también capaces de desmontar la serie como el más capaz de los semiólogos, porque hay de todo. Pero no son los más. Es preciso estar alertas: el dejarse llevar por una trama interesante desde diversos ángulos como la que posee Fuga de la prisión no es ingenuidad, como algunos creen; la inocencia radicaría en no ajustar un criterio responsable sobre ese producto, no tomar distancia y llegar a la conclusión de que estamos ante una obra hecha para entretener, en primer lugar.
Su creador, Paul Scheuring, tocó varias veces las puertas de la cadena Fox y fue rechazado. La idea de un sujeto condenado a muerte por un crimen que no cometió y luego rescatado por su hermano, no pareció ser suficiente para los productores. Ni para nadie, la verdad. Sin embargo, un segundo elemento le abrió los cielos a Scheuring: el de la conspiración. Ese detalle sí vende. Y vendió. ¿Cuál habrá sido la razón de la repentina aceptación? ¿Acaso repetir el éxito de Expedientes X, montado prácticamente sobre el mismo mito? No lo creo. Mas sí instituyo que como obra oportuna se pintó sola. Tan solo dos referencias: en la serie se trataría sobre las manipulaciones del gobierno —léase de las transnacionales— para justificar todo género de desmanes en pos de asegurar mercados energéticos y sobre los extremismos de leyes como la Patriótica de factura Bush para violar la soberanía de personas y estados.
En 2005 comenzó a transmitirse en Estados Unidos y al año siguiente millonarias televisoras del mundo vieron aumentar sus arcas gracias a ella. Sin embargo, su popularidad no opacó —y he aquí lo que la hace un producto estético apreciable— los muchos puntos de contacto que guarda con los tiempos que corren. Porque si bien la dinámica del relato, escrito y filmado óptimamente, se centra en las aventuras de estos individuos escapando a una culpa ajena, es apreciable cómo salen a relucir innumerables agujeros negros de un sistema y una cultura que amenazan con tragarse todo aquello que estorbe en su camino por el liderazgo mundial.
Es sintomático que el verdadero villano de esta historia se haga nombrar La Compañía, una suerte —muy mala, por cierto— de poder oscuro que maneja a sus anchas los hilos del gobierno, de la opinión pública y de los intereses ciudadanos en general. En varias series norteamericanas se viene observando una interesante tendencia a valorizar dramáticamente el miedo y la sospecha en torno a instituciones de porte económico que amordazan al gobierno y lo vuelven un títere al servicio del mercado, sobre la base de una falsa ideología nacionalista que pregona a Estados Unidos como el número uno del orbe.
El ejemplo en televisión más relevante fue sin duda Expedientes X. En el cine, sobran: desde la mediocre —cinematográficamente hablando—, pero original en cuanto a argumento, Cortina de humo, de Barry Levinson, hasta la apoteosis de La Matriz, de los hermanos Wachowski, estos productos reflejan de manera distinta (realista, fantástico...) las aspiraciones del audiovisual contemporáneo en Norteamérica por comentar irónicamente la situación política del mundo.
El trauma que supuso el 11 de septiembre, arrastró a diferentes intelectuales a la desconfianza. Algunos artistas, por su parte, aprovecharon la coyuntura para componer un nuevo mapa de fábulas que sustituyera al esgrimido durante más de medio siglo de Guerra Fría. Si antes los superhéroes luchaban contra los comunistas, contra el peligro rojo, ahora la guerra se arma contra aquellos que poseen abundantes recursos energéticos, pero nada dispuestos a dejarse explotar fácilmente. Al menos así se transparentaba (y se sigue transparentando) en copiosas producciones al estilo de Superman.
No obstante, los creadores más serios optan por la sospecha. El verdadero mal está en casa, no afuera. Mientras la política se desgasta en el intento de justificar su beligerancia, el arte, mucho más inteligente y cauto, se vale del suspenso que trae consigo tales sospechas para crear tramas dinámicas, complejas y, a la larga, desacreditadoras del poder.
El mito de la gran conspiración sigue rindiendo frutos, ahora más que nunca. En Fuga de la prisión, sus escritores obviaron detalles tales como que en el estado de Illinois no se practica la ejecución por silla eléctrica. La inyección letal fue sustituida por aquella para lograr más dramatismo. Lo esencial, según parece, radicaba en urdir un tejido de acciones sólido y atractivo, por encima de inverosimilitudes que al final quedarían a la cuenta del género. Desde el punto de vista estético, la serie cuenta con una encomiable puesta en escena, basada fundamentalmente en los primeros y medios planos, y calzada por una fotografía de colores fríos que coopera con la intensión de provocar ansiedad e impotencia. Si la primera temporada se centraba en el hecho mismo de la fuga, la segunda ganó en intensidad al desplegar otras tácticas más afines al policiaco, como son las persecuciones y los tiroteos, y sobre todo porque despejó aún más la intriga base. En contra, sería justo reprochar la ligereza con la cual sacaron a no pocos personajes de la trama.
Mientras los espectadores cubanos seguimos a la espera de la tercera temporada, que ahora mismo pasa por las pantallas gringas, los chismes corren en contra de la actriz Sarah Wayne Callies, quien interpreta a la cautivadora doctora Tancredi, pues todo parece indicar que no aparecerá en la nueva entrega. Y eso motiva a pensar: ¿podrán mantener el interés sacando actores e introduciendo a otros que deben ganarse el favor del público? Eso habría que verlo.