Aquella noche decidió llamarse Carlos. No era su primera escapada hasta las famosas fiestas house, pero esta vez sería diferente. No se trataba solo de divertirse. No quería eso, aunque tampoco se iba a resistir. Tenía que estar alerta, inventarse, si fuera posible, un par de ojos más; tratar de descubrir qué se escondía detrás de aquellos encuentros que atraían a tantos adolescentes y jóvenes.
Era un poco más de las ocho de la noche cuando se paró frente al closet intentando hallar algo que no lo hiciera parecer un tipo «raro», sin swing, pero que al mismo tiempo no llamara tanto la atención. Escogió finalmente un pulóver blanco con letras grandes, un jean un poco descolorido y un par de tenis de falsa marca. Cuando faltaban 40 minutos para las diez de la noche, tiró la puerta de la casa y se encaminó al reparto Santos Suárez, en la capital.
No tuvo que dar muchos tumbos para encontrar el lugar. Sabía desde la semana anterior que sería en la casona de color azul claro y puntal alto, situada al lado de un gran parqueo particular. No obstante, bastaba con que se regara la voz para que confluyeran en un mismo espacio muchachos del Cerro, Luyanó, Nuevo Vedado... Y como si fuera poco, María se le unió en el camino. Pero el tiempo avanzaba. Había que andarse con rapidez para poder llegar lo antes posible hasta la puerta.
La aglomeración les hizo recordar los «bonches», otra variante de fiesta que apareció en la Isla un poco después de que proliferaran las house. «Bonches» fue la palabra escogida, quizá por su estilo informal. Alguien sacaba para el portal de su casa un bafle amplificando la música a todo volumen (daba lo mismo house, que reguetón o salsa) y en el medio de la calle una pila de muchachos interrumpían el tráfico. María le comentó a Carlos acerca de las semejanzas que veía entre una y otra, pero este le hizo notar que el ambiente era un poco diferente.
«Sí, pero quienes se reunían allí al principio eran como los que están aquí ahora. Eso era lo mejor de La Habana. Además, nadie podía entrar a las house de Miramar, Siboney, el Vedado y Guanabo. La entrada valía de cinco a diez dólares, por la barra abierta, pero no obstante, eran supercaras, imposibles. Demasiado “nivel”. Solo aptas para la “farándula”, los motoristas, jineteras, jóvenes con carro y, sobre todo, con dinero».
Ya estaban a escasos metros del lugar. Mientras se acercaban apresurando el paso, María tuvo tiempo para darle su punto de vista de por qué las house comenzaron a ganarse el favor, principalmente de los adolescentes. «Los “bonches” se pusieron malísimos. La guapería espantó a muchos. No era extraño que algunos apenas bailaran, solo tomaran ron y conversaran sobre cualquier bobería (carros, marcas, ropas, celulares, juegos...), lo que sí los preocupó fueron los grupos que empezaron a llegar pendientes de cómo estaba vestida la gente y de cómo se desenvolvía cada cual. Una noche te enterabas de que le habían arrebatado una cadena a uno; y otra de que a no se quién lo habían dejado sin sus Nike... Había un poco de miedo».
Los dos pudieron reconocer de lejos a Katia, que movía las manos desesperada, haciéndoles señas de que se unieran a ella. De todos modos, no hubiera sido difícil encontrarla entre tantas personas. Se había vestido como mismo había anunciado: pitusa a la cadera y un tope mandarina fosforescente. Les contó que no había entrado porque quería saber el final de la historia de dos chiquillas preocupadas, que le habían comentado que si el portero se imaginaba que eran menores, no tendrían posibilidad alguna de pasar.
Katia les señaló con un gesto casi imperceptible a la adolescente a quien ella le calculaba no más de 12 años, y a la que no le sonrió la «suerte». Finalmente, la otra, escondida detrás de una columna, había puesto mucho más colorete a su rostro y se había arrimado a un «temba» que le doblaba casi la edad. Ya estaba adentro. No perdieron más tiempo y se dirigieron a la posiblemente más asediada casa de Santos Suárez esa noche. La puerta estaba literalmente bloqueada.
PUERTA ADENTROLa música se dejaba escuchar desde fuera. Todavía el disc-jockey (DJ), el personaje más preciado, ya que de él depende lo que se oye, no había comenzado a crear nuevas mezclas y sonidos. La sala era espaciosa. Sin apenas muebles, semejaba un almacén. Solo dos o tres cuadros colgados en la pared, salvaban un poco la comparación. Carlos pagó un peso convertible al hombre fornido y con cara de pocos amigos que custodiaba la entrada. Como faltaban aún 15 minutos para las diez, María y Katia lograron pasar sin desembolso.
«Ese es el señuelo», le dijo Katia a Carlos en cuanto se encontraron en el centro de la improvisada discoteca. «Evidentemente es la manera ideal para que las muchachas sean la mayoría. No interesa que esto se replete mucho de varones, aunque son los que más consumen. Si se llegan a demorar un poquito más, nosotras dos hubiéramos tenido que pagar también».
Katia, María y Carlos se vieron obligados a esperar un poco para que los ojos se les acostumbraran a la oscuridad. A esa hora, ya el olor a humo de cigarro era casi insoportable, como si antes se hubiera fumigado el local a base de Hollywood, Criollos y Populares.
Hasta ese momento solo dos o tres haces de luces se movían nerviosamente. El globo plateado, típico artefacto de las discotecas, con pequeños pedazos de cristal incrustados, giraba perezosamente. En una esquina, una mesa soportaba el peso de una computadora portátil, programada para ir amenizando con techno y disco; una pequeña consola, audífonos, platos. En una de las paredes, un pequeño video beam mostraba algunas imágenes, en tanto que el encargado de la animación conversaba con el dueño de la casa. La música fuerte todavía tenía que esperar. Mientras, el DJ preparaba las condiciones para iniciar «secciones especiales».
La sala estaba a punto de estallar cuando rompió la música house. En el local, las edades oscilaban entre 12 y 30 años. Katia tomaba nota de ello mentalmente. No había que ser un experto para percatarse de que a diferencia de los varones, cuyas edades superaban los 16, podía encontrarse alguna que otra adolescente todavía alumna de Secundaria.
Por su parte, Carlos se llegó al bar adonde se accedía tomando por un pasillo exterior que conducía hasta la cocina. Con cierta experiencia en este «pasatiempo», no le eran ajenos los precios que por lo general están establecidos para las bebidas alcohólicas. No obstante decidió comprobar, pues se había enterado de que entre las diferentes casas que preparan estas fiestas hay rivalidades para atraer más cantidad de personas. Verificó que en esta la cerveza también costaba 1.00 CUC, y que entre las ofertas había ron, whisky, refrescos enlatados, jugos, cigarros (solo de los que se venden en divisa, pero a un precio más alto), y algunas chucherías para comer. Alrededor de la improvisada barra pululaban unos tipos no tan jóvenes como para preferir las pulsaciones rítmicas constantes y la percusión inalterable que distingue a la house, y que puede convertir en insoportable el lugar para aquel que no esté bien adiestrado. Carlos concluyó que, al parecer, gana la competencia la que alegre con la «mejor» música.
¡MÚSICA, DISC-JOCKEY!Igualito que en una disco. Fue lo primero que atrapó la atención de María cuando los diferentes juegos de luces también rompieron a bailar al compás de la música. De ninguna manera se baila en pareja, pero no importa. Casi todos se conocen de coincidir en diferentes fiestas. Tanto hembras como varones se relacionan sin ninguna dificultad. Nada exalta los ánimos, ni un pisotón, ni un roce. Ellas, muy desinhibidas, ellos... depende. Están conscientes de que el éxito entre las muchachas lo deciden cuatro «personajes» fundamentales. De eso se dio cuenta Katia observando detenidamente el comportamiento de las chicas.
«La ropa es primordial, pensó. Pero no cualquiera, sino la de marca». Lo supo porque el trigueño, vestido de camuflaje, gorra verde colocada de lado al estilo de los «reparteros», tenis All Star y cinto con una hebilla Dolce & Gabana tan grande que casi le cubría medio abdomen, era el que había acaparado buena parte de la atención. Estaba más que claro, meditaba Katia. «Las muchachitas no se le quitan de encima, le piden fuego para encender el cigarro, lo invitan a bailar, se les caen las pestañas haciéndole señas...
«Pero este no es el único discutido, se dijo. El máster en danza también tiene grandes posibilidades». A ella le parece que no hay nada más parecido en cuanto al baile que el breakdance. Si pega la cabeza al suelo y gira como un trompo, entonces, no hay quien le ponga un pie delante. Y claro, falta el del bolsillo más abultado. Se mide por la cantidad de Bucanero o Cristal que compre, aunque tiene un temible contrincante: el del carro o la moto. En qué llegas y en qué te vas es un asunto para no desestimar. La adolescente excesivamente maquillada, que parece mayor, tiene un magnífico olfato para dar con ellos.
Según María, es una «salidita del tiesto», pero admite que estaba equivocada sobre el desenvolvimiento sexual de la fiesta. A ella le costó convencer a sus padres de que iría a una. Estaba segura de que tienen una idea errada por las escenas de la polémica «descarguita» que se representó en la primera parte de la serie La cara oculta de la Luna. Llevaban más de una hora en aquella casa y no se había visto ese intercambio de parejas que asustó a tantos adultos, cuando lo vieron en la televisión. Carlos se lo había comentado, pero prefería comprobarlo por sí misma. No obstante, decidió indagar más. Se acercó a una muchacha de unos 18 años que al parecer era muy popular. Casi todos la saludaban.
«Oye, estoy un poco asustada, porque...», le dejó caer después que le elogió la saya supercorta y ajustada. Una sonrisa amplia fue su respuesta, posiblemente porque no concebía que siendo menor tuviera que explicarle ciertas cosas. «No, hija, no. No te digo que no pueda pasar, pero no es lo que se estila. Uno baila, se divierte, quizá conoces a un muchacho, pero mañana no sirvió..., y puede que la próxima semana estés con otro, pero hasta ahí... Existe una edad en la que uno está constantemente en la búsqueda, quiere experimentar, conocer... ya sabes».
No es nada difícil ponerse en situación, si bailas rápido y te mueves con soltura. Puedes perder varios kilos en esa gracia, sin embargo, lo que más suele ocurrir es que llegue un momento en que quedes aturdido. Seguramente es algo que tiene en mente el DJ, quien después de utilizar juegos de palabras y frases que son lemas para los presentes, decide bajar la parada con reguetón. Era el turno de Don Omar, Clan 537, Eddy K..., mas en la sala el calor sigue siendo agobiante.
UN PASEO NECESARIOLa ausencia de baños dentro de la casa-discoteca es un problema. Obliga a muchos a salir nuevamente a la calle. No quedan tantos parados frente al inmueble y el portero ha bajado un poco la guardia. Sin embargo, están los que no se resisten a perderse la house y buscan sus alternativas, como saltar la cerca. Carlos mira su reloj que marca la una de la madrugada. Advierte que esta fiesta tampoco escapa de los grupitos sospechosos. Por eso algunos, los más jóvenes, se van más temprano acompañándose unos a los otros, aunque todavía no haya finalizado.
Carlos no es el único que prefiere cambiar un poco de aire, se siente saturado. Solo unos pocos consumen cerveza, porque otros han logrado entrar ron clandestino. No es muy difícil: un preservativo puede acumular buena cantidad de alcohol y que no se note en el cacheo; también funcionan los «Planchao», que pierden su forma para hacerle más honor a su nombre. Al mismo tiempo, otros hacen su trabajo: repartir unas tarjetas un tanto artesanales con las indicaciones para la próxima cita. La «invitación» es para El Cacahual, Mantilla o Varadero. En el papelito también se señala desde dónde van a partir las guaguas que, si es dentro de La Habana, por llevarlos, traerlos y la entrada, cobran 3.00 CUC; o diez cuando queda atrás el cartelito de «Bienvenidos a...». «Eso sí, estas son más “crudas”, porque no hay otro tipo de música para “desconectar”», le habían afirmado.
En esta de Santos Suárez se rumoraba que saldría un transporte hasta la playa, y que se extendería la fiesta hasta las seis de la mañana. Mas el portero lo desmintió, al menos no ahora. Todo finalizaría a las tres de la madrugada, como de costumbre. También le contó que con estas fiestas hubo que cambiar la estrategia. Inicialmente se alquilaba una misma casa o una azotea, pero luego empezaron a moverse de lugar, para «despistar». En caso de que pasara la patrulla se fingía que era una «reunión» normal, «pero de todos modos uno cuida mucho que no se dé ningún conflicto, para evitar complicaciones.
«A los jóvenes siempre les ha gustado (principalmente a los mickies, después se abrió el diapasón), pues son bastante tranquilas (el que se pase de listo no entra más) y el ambiente es distinto al de los “bonches”. Unos llegan atraídos por el baile y otros para ver si “ligan”. No obstante, las fiestas que quedan están más ocultas».
Carlos entró nuevamente a la fiesta cuando Katia y María empezaban a impacientarse.
ANTES DE QUE SALGA EL SOLFalta menos para las tres de la mañana. A María, Katia y Carlos se les ha ido la noche como una hoja a merced de vientos huracanados. Se han divertido de lo lindo.
Aunque unos cuantos se han retirado, todavía no se puede caminar con entera libertad por la sala. Posiblemente los de más aguante son los adultos, que están a la «caza», parados en una esquina con sus cervezas, haciendo gala de su poder económico. Las muchachas siguen siendo las más activas, las más coquetas. Están como en una pasarela, en tanto los muchachos se dividen en grupos: unos se embelesan con los videos musicales que se proyectan y otros bailan sin descanso.
Las ropas huelen a rayos, pero nadie lo nota. No podía ser de otra manera. Se podían contar con los dedos los que no fuman. No se concibe la diversión si no se ingiere alcohol y no se echa humo hasta por los codos. El cigarro Hollywood es el preferido, «porque es el que más se asemeja al de afuera», le aseguraron a María. Para los varones es un modo de hacer creer que son mayores, a pesar de que los modos de unos cuantos denuncian que son primerizos. Lo hacen por sobresalir... «Nada nuevo, se repiten otra vez nuestras propias historias, solo cambia el empaque».
De regreso a casa, Carlos aprovechó para indagar cómo les había ido a sus dos amigas. Quedaban aún algunos merodeando por la casona azul de puntal alto, ubicada en pleno municipio de 10 de Octubre. Imaginaron que los vecinos tendrían que encerrarse en cuanto el sol empezara a evaporar los «líquidos derramados en el garaje-baño público».
En el camino, Katia les recordó a Carlos y a María que la fiesta era una réplica en miniatura de la que tuvo lugar por un tiempo en el Complejo Morro-Cabaña, cuya fama era insuperable. Al estilo house, pero se dejaban escuchar otros ritmos, y en ocasiones podía actuar un grupo en vivo para que la gente no se aburriera. Rompía a eso de las diez y culminaba a las cinco de la mañana. El sistema de acceso era parecido: 5.00 CUC para los hombres y gratis para las mujeres, si llegaban antes del comienzo. Pero se suspendieron.
La Madriguera, donde radica la Casa del Joven Creador de Ciudad de La Habana, en la Quinta de los Molinos, también organizaba la suya, meditó luego María. Se pagaban cinco pesos y el consumo era igualmente en moneda nacional. Quienes allí se reunían eran leales amantes de este género y del rock. A este lugar no asistían adolescentes, quizá porque el nivel era más intelectual.
Si en algo coincidían los tres era en que los adolescentes no tienen muchas alternativas para escoger a la hora de divertirse. A María lo que más le preocupaba, además del tema del dinero, era que la relación de pareja no se decidiera por amor. Le había escuchado a una muchacha: «Aquí no hay hombres ni lindos ni feos, sino con o sin dinero». Y eso todavía le martillaba. El tema de la ingestión excesiva de alcohol y el tabaquismo también la inquietaba. «Pero eso está más generalizado, le hizo advertir Katia, no es exclusivo de la fiesta house. Hasta en Coppelia, mientras se hace la cola para el helado, la gente toma ron».
Carlos iba más callado. Estaban en el municipio de 10 de Octubre y tendría que acompañarlas hasta el Cerro, para luego retornar a su casa. Ni siquiera había tenido tiempo para acabar de enamorar a María. «Lo que uno tiene que hacer por la escuela», y riendo solo, como un feliz demente, introdujo la llave en la cerradura.