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Razones de un delirio

Delirio..., pese a ser una pieza ingeniosa y divertida, incurre en el desliz de reiterar el conflicto fundamental, vuelve sobre él una y otra vez. Esto provoca que se extienda innecesariamente la fábula

Autor:

Osvaldo Cano

De izquierda a derecha, Mario Guerra, Amarilys Nuñez y Laura de la UZ. Foto: Guido Gail. LUEGO de una prolongada ausencia, Teatro de la Luna retorna a la escena. La tropa que dirige Raúl Martín propone en esta ocasión un conocido texto de Alberto Pedro Torriente, Delirio habanero. La pieza, estrenada en 1994 por Teatro Mío, conserva intacta su vigencia y su capacidad de convocatoria; cualidades que puede constatar el espectador que encamine sus pasos hasta la sala Adolfo Llauradó, de la capital.

El texto, capaz de provocarnos numerosas reflexiones, resulta chispeante y lleno de simpatía. El autor reúne en un antiguo y depauperado bar a tres peculiares criaturas. Son ellos tres orates aquejados de una incurable megalomanía. Cada uno cree ser un legendario personaje que, en algún momento, fue su ídolo y su paradigma.

Delirio..., pese a ser una pieza ingeniosa y divertida, incurre en el desliz de reiterar el conflicto fundamental, vuelve sobre él una y otra vez. Esto provoca que se extienda innecesariamente la fábula. Si no languidece es precisamente por el excelente sistema de diálogos, las salidas felices, la cita constante de ídolos populares y, en buena medida, a que —gracias al trenzado musical urdido por el autor— hurga hondo en la sensibilidad del cubano.

Martín lleva a las tablas la pieza con habilidad y destreza. No se trata en esta ocasión de un texto complejo, cuyos vericuetos filosóficos demandan un esfuerzo mayor del espectador. Todo lo que dice Delirio... es bien conocido por los asistentes a la platea. Lo que interesa y divierte es el modo como esto acontece y la manera en que los miembros de Teatro de la Luna lo encaran y llevan a término. La puesta es sencilla, estilizada, rigurosa, precisa. El director optó por cargar la mano en el trabajo de los actores y aderezar al montaje con varios de sus habituales ganchos musicales.

Entre los colaboradores de Martín sobresale Rafael Guzmán, quien se encargó de la banda sonora, los arreglos y la edición. Resulta que, pese a no ser este un drama musical, la música juega un papel importante en la trama. Guzmán supo adecuar los números y fragmentos cantados por los actores a la tesitura de cada intérprete. El propio director diseñó una escenografía que se destaca por la sobriedad y la capacidad para dar soluciones a los problemas que confronta la sala. Al mismo tiempo recreó el ámbito agreste y espectral del ruinoso bar clandestino. El trabajo con el vestuario se cuenta también entre los méritos de Martín, quien estuvo aquí auxiliado por Ángel Madruga. La concepción de atuendos que identifican y singularizan a los tres orates, siguiendo el modelo de sus ídolos, es parte importante de la propuesta visual de Delirio...

El punto fuerte del espectáculo son las actuaciones. Laura de la Uz, Mario Guerra y Amarilys Núñez protagonizan un inteligente y desgarrado duelo. De la Uz le saca mucho partido a un personaje hecho a la medida de sus posibilidades histriónicas. Canta con técnica y sentimiento, y se luce también en los momentos dramáticos. Guerra creó una creíble y gráfica cadena de acciones. Además, es apreciable su aproximación y estudio de referentes reales aquejados por la megalomanía, cosa esta que le rindió muy buenos dividendos. Intensidad dramática y minuciosidad distinguen su faena. Amarilys Núñez afrontó el doble riesgo de asumir a un loco y a un hombre. Pese a las dificultades que este doble desdoblamiento entraña, la actriz salió por la puerta ancha. Minuciosidad y sutileza son constantes en su labor.

La vuelta a la escena de un colectivo tan valioso y apetecido por el público como lo es Teatro de la Luna es una excelente noticia. El hecho de que hayan preferido un texto relativamente reciente de la dramaturgia cubana es un buen augurio. Como en ocasiones anteriores la propuesta de Raúl Martín sobresale por la calidad de las actuaciones, la concepción de una visualidad seductora y un apreciable apego a lo danzario y lo coreográfico. Incluso, mucho más que en otras ocasiones apeló a un despliegue musical que lo acerca a la dinámica del gustado género. Estas son las mejores razones de este inteligente y lúcido delirio.

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