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Un héroe de verdad

Para hablar de salvadores durante las inundaciones que causó Oscar en San Antonio del Sur, sus vecinos dijeron que era el hombre a agradecer. El joven Jonathan Frómeta Navarro arriesgó su vida para salvar la de sus coterráneos. «Me impulsó el humanismo y la paternidad…», confesó

Autor:

Adriel Bosch Cascaret

Jonathan Frómeta Navarro no tiene poses de héroe, pero lo es. No es alto, pero sí algo corpulento, a lo mejor moldeado por sus estudios de cultura física y deportes, y la inclinación a la pesca submarina. Cuando lo encontramos andaba vestido de negro, aunque su ropa resaltaba por un camuflaje de fango sin secar todavía. Tiene un corte de cabello que destaca arriba un pelo rizo y pintado de rubio, a lo mejor como muestra de su también oficio de barbero. 

Al llamado de: «Ven, que te buscan», acude descalzo desde el otro extremo de una calle «pavimentada» de agua y fango. Se acerca mirando a todas partes, como buscando algo que se perdió. Alrededor, un escenario triste muestra a los vecinos sacando muebles, equipos y toda pertenencia a la intemperie, tratando de aprovechar los rayos del sol que ya van en picada, para secar lo que estuvo hasta ese mismo día en poder de las aguas teñidas con ese color sucio de las crecidas e inundaciones.

Nos saluda con cortesía y ante la presentación del dúo de periodistas, se pone nervioso. «Tranquilo, compadre, venimos a ti porque tus vecinos dicen que para hablar de salvadores durante las inundaciones que causó Oscar acá, en San Antonio del Sur, en esta cuadra, usted es el hombre a agradecer», le digo.

En efecto contrario al que esperaba, sus manos empiezan a temblar. Al saberse reconocido por el barrio, su vista vuelve a girar hacia todas partes, ahora supongo que buscando en la mirada triste de sus vecinos a aquellos que lo ponen en tamaño aprieto, cuando ahora mismo lo suyo es seguir recuperando cosas de su casa y ayudar a otros.

Comienza a hablar con voz entrecortada, como quien quiere contar, pero no recordar. De sus ojos rojos de tanto llorar brotan nuevas lágrimas, se emociona y las manos tiemblan otro poco, mientras se lleva una al cuello, cerca de la oreja derecha, de donde una herida reciente hace un surco en su piel blanca, posiblemente recibida durante el ajetreo de la madrugada del día anterior.

«Este ciclón fue más dañino aquí que el Flora, el agua se represó y se puso a la altura de las placas de muchas casas. No sabíamos lo que venía. Fue desesperante. Desde las dos de la mañana el agua fue subiendo y llegó hasta la rodilla, y lo que hicimos fue encaramar las cosas a un metro de altura, pero como a las cuatro ocurrió la inundación grande. Esto era un río completo.

«Con un grupo de jóvenes traje gente de la cuadra para la casa de mi tía, arriba, en la segunda planta, y de ahí me tiré de cabeza a buscar a los niños. Fue una madrugada dura. Cuando vino Salvamento y Rescate, ya de día, los ayudé a sacar a los vulnerables, personas adultas y de la tercera edad para allá», dice mientras intenta contener el sollozo y señala rumbo a la carretera que enlaza la capital sanantoniense con la ciudad de Guantánamo.

Las inundaciones provocaron graves daños a las viviendas y demás infraestructuras del pueblo. Foto: Adriel Bosch Cascaret

Otro momento tenso fue cuando Jonathan nadó para buscar a su hija, que se encontraba arriba de una placa con un nailon en la cabeza, desde que inició la inundación, y también el ir para ayudar hasta una escuela de niños en la playa, atravesando todo el reparto Cultura, donde él vive, y La Plaza, en parte nadando y en otras caminando, cuando los desniveles del terreno lo permitían, una forma de descansar los brazos agotados, pero prestos a seguir
batallando por las vidas de sus coterráneos, de las que ayudó a salvar alrededor de 50, él solo entre nueve y 10 niños, y como 15 adultos.

«Tuvimos que romper la casa de personas que estaban atrapadas, casi al ahogarse y no podían salir. No pude llegar a todos. Fue duro», afirma con un evidente dolor que le hace tragar en seco y mirar al piso, como si buscara una explicación o fuerzas para seguir contando; vuelve a secar sus lágrimas, mientras que en los ojos de los dos periodistas también aparecen algunas gotas saladas.

Cuenta Jonathan que el agua tardó en bajar, y dejó con su salida un panorama desolador de fango y desechos. Ahora nos señala su casa para ilustrar el desastre. En el frente, lo que era el muro es solo una mole de piedra y metal tirada sobre la acera. Hasta persianas amarradas con cables no resistieron. Se llevó todo de la casa y solo quedó paredes, techo y las vidas propias.

Ahora su mirada vuelve a quedar sin rumbo y el breve temblor del cuerpo regresa. Le pongo una mano en el hombro, en un intento de dar consuelo con un gesto cuando no brotan palabras que puedan animar. Casi nos quedamos en silencio. Se mueve a la acera y lo sigo con algo de torpeza por la forma en que mi falta de botas lo permite en aquella calle-laguna.

Una última pregunta sale: Si ya tu familia estaba a salvo, ¿qué te impulsó a arriesgar tu vida para salvar la de otros?

Toma aire fuerte, mira ahora al cielo y me fija la mirada con unos ojos que junto al dolor denotan sinceridad. No se apura en responder; pero cuando lo hace, lo dice con una convicción que supera el nerviosismo que lo acompañó casi todo el tiempo de nuestra conversación.

«Me impulsó el humanismo y la paternidad, la necesidad de ayudar a niños que no podían salir, porque sus padres no estaban, mujeres con niños solas, adultos mayores e, inclusive, gente que estaban tratando de salvar sus animales, a los que no pudimos llegar a todos. Doy gracias a Dios que estoy vivo, aunque es difícil y no sé si es mejor tener que vivir esto».

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