Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El día final

La batalla de Santa Clara mantuvo en suspenso a Cuba en los últimos días de diciembre de 1958

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Mira que tengo ganas de ir al Parque Vidal. Ver a las chiquitas del Instituto en su pasa-pasa, después darme una vueltecita por el bar y sonarme unos tragos con el viejo Nelson. Pero qué va: con el tiro sato, no hay quien asome la cabeza.

El viejo ordenó meternos debajo de las camas, y para allá nos fuimos derechitos. Al principio, el único que no cumplió fue mi hermano. En su cosa se metió en el escaparate con una flauta de pan.

El viejo cogió tremendo berrinche.  «¡¿Tú eres comemierda?!», gritó y salió a rastras. Cuando lo trabó por los pelos, ahí mismo se olvidó que ya estaba más grande que él y le aflojó una patá por el fondillo. Mi hermano salió en quinta, pero no soltó la flauta de pan.

Afuera se oían las ametralladoras y un tira-tira del carajo. Ni en las parrandas de Remedios se oía este traqueteo. Había un olor picante. Después me enteré que era pólvora. El caso es que se metía en la boca y la nariz, se pegaba en la cara y daba mucha sed.

Desde hacía días el pueblo completo estaba hecho un comentario. Que si los rebeldes andaban por Cabaiguán; que si tomaron Placetas; que por Falcón andaban tirando voladores; que en el central Narcisa había jelengue; que por Condado vieron a unos tipos vestidos con ropas sucias y barbudos, y los guardias salieron a millón.

El caso es que por la Carretera Central nadie podía «gilar» para La Habana y a Sanctí Spíritus, ni soñarlo. Dicen que por ahí el tiroteo iba hasta por la aleta de la montura.

Pero ya uno andaba medio acostumbrado a esas cosas, y medio que nos habíamos puesto de acuerdo mi hermano y yo para ver unas jevitas (total: ¿para qué preocuparse tanto?), cuando por las afueras de la ciudad, por la carretera de Caibarién, se acabó el mundo.

Eso fue por el 28 de diciembre, por ahí más o menos. De allá para acá todo fue tiro y bombas, y a estas alturas ya uno no se acordaba ni de la fecha ni del día de la semana.

Cuando se aguantaba un poco la tiradera, los viejos se asomaban por la tapia y conferenciaban con los vecinos. En una de esas, yo aproveché y me asomé por la ventana. Era de día y el pueblo parecía dormido. En la calle no había nadie y en el cielo se veía un humo negro. Afuera se escuchaban unos disparos sueltos, y hacía frío.

Luego vinieron los aviones y la vieja se echó a llorar. Gritaba que nos íbamos a morir, y el viejo la abrazó en el piso en medio del repiqueteo de las ametralladoras y unos bombazos que sacudieron al barrio completo. Cayeron lejos, pero la casa se estremeció completa.

De los rebeldes se comentaban muchas cosas. Por la radio, un tipo llamado Otto Meruelos decía con voz fañosa, como si le estuvieran apretando la nariz: «¿Rebeldes?... ¿Cómo que rebeldes...? Bandidos, forajidos, ladrones. ¡Mau Mau! Eso es lo que son: ¡Mau Mau!».

Una tarde, en medio de un ratico de tregua, Isabelita, la vecina de al lado, asomó la cabeza por la tapia. «Fela...— dijo con la voz aguantá—. Fela...». La vieja se estiró: «Dime..., ¿qué pasa?».

Isabelita empezó a apuntar para la calle con insistencia y yo salí disparado a la ventana. Eran los rebeldes. Venían pegados a los portales, encorvados y con el rostro ansioso, como si buscaron algo por los rincones o en el cielo.

Si aquellos eran los bandidos, la verdad es que algo andaba mal. Estaban flacos, barbudos, llenos de churre. Uno pasó pegado a la ventana. Llevaba una barbita, cuatro o cinco pelos en la cara, y yo me quedé bembiblanco. Era casi de mi edad. Mientras pasaba, me miró. Lo hizo muy fijo y sonrió.

Yo quise asomarme completo para ver a dónde iba; pero cuando iba a sacar el cuerpo, me halaron pa’dentro y enseguida sentí un pescozón. «Dale pa’llá, coño», soltó la vieja. Después me quedé pensando en esa mirada. No era de fiesta, aunque tampoco era de miedo. ¿De qué sería?

Bueno, tampoco los tiros dieron mucho tiempo a pensar. Sonaron bastante por un rato, hasta por la noche. Luego volvían a oírse de nuevo salteados y después venía un silencio grande. Dicen que la cosa se estaba armando por el Regimiento. O sea, que esto es pa’largo.

No sé si algún día podremos salir a la calle. Quién sabe si todavía queda algo en la calle. Desde la puerta del pasillo escucho el radio por la cocina. Ya amaneció, aunque el cielo sigue oscuro, con nubes grises. Son nubes de frío. Nubes para quedarse en casa, y hay un silencio muy grande. ¿Qué hora sería?

De pronto el viejo pasó corriendo. «Oye, ¿a dónde tú vas?», susurra la vieja. El viejo se agachó: «Que Batista se fue». Salgo detrás de él y al abrir la puerta me pegué a su espalda. En algunas casas empezaron a abrir las ventanas y por el medio de la calle pasaban unos rebeldes casi corriendo.

Mi viejo dice: «¿A dónde van ustedes? Batista se fue». Un rebelde, que lleva una pañoleta amarrada al cuello, levanta un brazo: «Oiga, compay, no diga más boberías», y siguen apurados. Manolo el Gordo sale al portal en camiseta y pegado a la baranda grita: «¡Batista se fue!».

Los rebeldes se paran en medio de la calle. Yeyita, otra vecina, aparece dando unos brinquitos en bata de casa: «Batista se fue». Apunta con las dos manos para adentro de la casa y dice: «Lo está diciendo la radio. Lo está diciendo la radio». Los rebeldes miran a los lados, y uno de ellos empieza a rascarse la barba. Otro se apoya en el fusil y yo me paro en el borde de la acera.

Miro el cielo y siento el gentío que empieza a salir de sus casas. A esa hora no sé qué hacer. Miro la calle, la misma que he visto desde que nací; pero que ya no es igual. Y pienso: «¿Ya podré ir al Parque Vidal?».

Consulte aquí nuestra infografía especial sobre la Batalla de Santa Clara y los días previos al triunfo revolucionario

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