Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Memorias de un positivo

Autor:

Joel del Río

No nos queda de otra: la imaginación, la solidaridad y la sensatez son los recursos heroicos indispensables de todas las personas decididas a superar la mayor crisis que ha enfrentado la humanidad, aparte de las guerras. Y se requieren ingentes dosis de paciencia, luz larga, filantropía y cordura para atravesar este trance, y conservar intacta la esperanza de alcanzar la tenue luz al final del túnel. Porque la inactividad y el aislamiento a veces se vinculan a la desesperanza, al egoísmo individualista, y la ignorancia se confabula con la imprudencia, y semejantes «fórmulas» nos agotan, a ratos, las reservas del optimismo requerido para aplaudir siempre a las nueve, o compartir, fortalecidos, la cotidiana y firme parsimonia del doctor Durán.

Porque a veces, aunque uno escuche 30 veces al día la canción Resistiré, nos gana la incertidumbre, y nos asaltan las interrogaciones dubitativas sobre un futuro que llegará quién sabe cuándo, allá en un punto del horizonte, cuando concluya este presente, al parecer interminable, de congelamiento y parálisis. Porque nuestras vidas se han quedado, como en pausa, en un año que ya quisiéramos descontar, y olvidarlo por completo, sobre todo el momento en que el almanaque saltó de un marzo que se arrastraba como un molusco holgazán, hasta llegar a un abril eterno, y a un mayo que al parecer se ganará los peores antónimos de su tradicional esencia primaveral.

Por experiencia propia lo digo: si tuviera la posibilidad de tachar cinco semanas de mi vida sin dudas la emprendería, con una goma gigante en la mano, y suprimiría mediante grandes borrones las semanas posteriores al 25 de marzo, el primer día en que me expuse, por supuesto sin saberlo, al contagio, y dicté un taller sobre géneros cinematográficos para la Cátedra de producción de la Escuela Internacional de Cine y TV, de San Antonio de los Baños. Luego, varios estudiantes tuvieron síntomas y fueron detectados positivos, de modo que el profe quedó en categoría de sospechoso y en aislamiento, restringido a su habitación en la Escuela. El 2 de abril, por la tarde, supe que mi PCR dio positivo y, por lo tanto, ingresado ese mismo día, a todo correr, en el Hospital Naval, y por consiguiente pasaron a ser sospechosos, e internados en la escuela Lenin, no solo mi familia en pleno, sino también una parte del colectivo del programa Te invito al cine que fui a grabar el sábado 28 de marzo, justo después de la conclusión del taller.

Lo peor de ser positivo y asintomático es la tremenda responsabilidad, lacerante, cuando compruebas que puedes ser vehículo de enfermedad para seres queridos y compañeros de trabajo, por el solo hecho de haber estado cerca de ellos, por tratar de seguir trabajando, enseñando, comunicando, por seguir haciendo lo único que sabes hacer. Luego, vienen las dudas sobre si uno merece semejante castigo, junto con las preguntas estilo por qué me toca justamente a mí, y comienzas a tratar de dilucidar, como si sirviera de algo, sobre el momento exacto en que contactaste con el innombrable, con esa mezquina partícula que te usó de hospedero para llegar a las personas más cercanas.

Y entonces oscilas entre la depresión y la ira, mientras te preguntas por qué te tocó semejante rifa y crees ser, por momentos, el más infortunado de los seres humanos, junto con los 50 o 60 que daban positivo todos los días. En un par de jornadas comienzas a salir del hoyo: aparecen los médicos y enfermeras, siempre sonrientes, amables. Uno de ellos, tal vez deseoso de elevar mi autoestima, me dice que no se pierde ninguno de mis programas de televisión y las críticas de telenovelas en JR. Y me tratan como se debe a un amigo enfermo, con deferencia y amabilidad, y me explican lo que saben de cómo funciona el virus, y se alegran como si fueran ellos los enfermos a punto de sanarse cuando comprueban que nunca tengo fiebre, ni alteraciones de presión arterial, ni síntomas de afección respiratoria. Entonces, mi supuesto fan me asegura con indeclinable firmeza que voy a vencer el virus, porque si no, quién se va a ocupar de explicarnos por qué es tan mala la telenovela de turno, cubana o brasileña.

Y cuando tratas de sostener el optimismo tan positivo como tu estado de salud, empiezas a percibir, en las salas vecinas, a quienes sí tienen síntomas, pero se refugian en una confianza mayor que la tuya en que vencerán el bicho coronado, y estarán de alta en unos días. Y no sabes qué pensar, y prefieres no asomarte nunca más al balcón de madrugada, cuando ves pasar, por la misma calle que salen las ambulancias con los privilegiados que se van de alta, porque ganaron la batalla, el inconfundible carro funerario que se aproxima, agorero y discreto, a un costado del primer piso. Y así tu ánimo oscila, bipolar, entre el agobio y la euforia.

Te deprimes cuando te enteras del caso de un jovencito de 18 años, vecino de sala, cuyos exámenes insistían en dar positivo, luego de varias semanas de ingreso, y ya estaban apareciendo algunos síntomas, luego de aplicársele el mismo tratamiento que a ti. Y te derrumbas porque chocas con la posibilidad de que te ocurra igual, o algo peor, a ti y a tu cadena de contactos. Pero entonces te llaman amigos queridísimos, algunos reaparecidos luego de años de circunstancial ausencia, de esos que logran hacerte reír y confiar; recibes los emails más estimulantes que has leído nunca (esa es la ventaja de tener amigos escritores y poetas y artistas) y comienza a restablecerse, peldaño a peldaño, la convicción de que es posible salir de esto con alguna ganancia de orden espiritual, moral.

Y aunque cueste trabajo convencerte, percibes que tampoco se trata de una componenda cósmica dirigida contra alguien específico. Es una pandemia, odiosamente aleatoria, cosa que sospechas desde que supiste que en la Escuela de Cine dieron positivo no solo jóvenes estudiantes y un profesor temba (yo), sino también un obrero de mi misma edad, una juvenil coordinadora y la médica treintona que nos atendió con dedicación a todos. Y como ya no puedes resolver nada respecto al pasado, ni entender cómo, cuándo y por qué el virus «te eligió» justamente a ti, solo resta pensar en futuro. Y concentrarse en el porvenir tal vez sea lo más difícil cuando estás enfermo, con síntomas o sin ellos, pero tu único recurso consiste, de momento, en seguir milimétricamente los protocolos para intentar curarte y mantenerte sano, y asumir con toda disciplina la higiene extremada, y recibir como una bendición posible la inyección de Interferón en días alternos, y las pastillas de Kaletra y Cloroquina. Y buscar aprender algo, y extraer alguna cosa positiva en términos espirituales y morales de este período con olor a jabón y a cloro, esta etapa de malas noticias y voces falseadas por la interferencia necesaria del nasobuco.

Entonces, como tenía mi laptop en el hospital, me sumergía frenéticamente en la elaboración y envío por WhatsApp de las clases a distancia y la revisión de los trabajos realizados por los estudiantes de la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisuales (FAMCA), para ayudar a otros también ávidos por dar la batalla contra el letargo. Y cuando estás a punto de creerte que tu vida se limita a escribir estas clases, a responder llamadas telefónicas, a la inyección de Interferón en días alternos, al cambio de ropa y nasobucos en el hospital, y a pensar en la proteína que te tocará en el almuerzo o la comida, te llega un notición vía celular (nunca fue tan útil y acompañante): una alegría salvaje; la mayor euforia que podía sentir me estremece cuando me entero de que toda mi familia y mis compañeros de trabajo en la televisión dieron negativo… y así se extinguió la última duda sobre la posibilidad de haber esparcido el contagio.

Después, más tranquilo con el hecho de llevar tu positivo a cuestas, y carecer por completo de síntomas, espero pacientemente a que me toque el PCR. De pronto, una noche, cuando ya no esperaba que ocurriera algo nuevo ese día, entró una doctora de voz rumbera y ojos vivísimos (todo lo demás quedaba comprensiblemente oculto bajo capas de tela verde) y me dice simpática, en broma, que abriera la boca para hacer la prueba, aunque ella sabía que todo esto era puro trámite, porque así de asintomático yo probablemente ya estaba negativo. Pensé que era retórica optimista hasta que dos días más tarde llegaba el resultado, y la vi en el extremo contrario del pasillo, dando saltos de alegría y gritando: ¡Camas 11 y  12, están de alta!, ¡13 y 14 también! ¡Y la 20 y la 22! y lo clamaba con una alegría casi feroz, con un entusiasmo que yo solo adjudicaría, si me preguntan, a mis hermanos o mi madre. Ella se sentía, con toda justicia, parte de mi triunfo.

De vuelta a casa, se prolonga mi aislamiento durante 14 jornadas más, con el mismo tratamiento que en el hospital. Pasa un encuestador a diario preguntando cómo estamos, mi familia y yo. En días alternos, me visita una enfermera gordita, de mi edad, locuaz, cristiana, muy diestra, que junto con el Interferón compartía conmigo las más altas dosis de optimismo y fe de que puede disponer alguien en estas horas. En tanto en Facebook algunos materialistas ortodoxos atacaban a todas las religiones presentes y pasadas porque según ellos, aquella mujer, con su tranquilidad incombustible, me habla de la necesidad de amor y compasión, y logra contagiarme su fe en la vida, su capacidad para la compasión más comprensiva, eso mismo que otros llaman solidaridad.

Mientras conversamos, me decido a preguntar en mi muro de Facebook a quién le pueden hacer daño las oraciones diarias e incansables de personas como mi enfermera, de una persona que va todos los días, de casa en casa, luchando humildemente contra la calamidad, e invocando todos los poderes humanos y celestiales para que dentro de tres meses, o de seis, podamos darle play a la música en pausa de nuestras vidas normales. Mientras ella habla, cariñosa, convencida, y prepara el Interferón, escucho Resistiré en un programa de televisión y me parece renovado, fresco, iniciático, el mismo verso que millones de seres humanos canturreamos muy quedos o a toda voz: «soy como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie».

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