No supero la condena por el cuento o, más bien, la pena, como si esta fuera polvo de sorbeto con apariencia de rollón de maíz sobre una de nuestras contemporáneas y maltrechas ensaladas de Coppelia. Mira que he intentado subsanar aquel dislate público.
Pero sigo confiado en que uno no tiene por qué jactarse de haberse tomado el sundae de la omnisapiencia, si agradecido se está de que, desde la cuna, te hayan podido servir al menos la franqueza, la honradez y la espontaneidad, cual «tres gracias» para un plato multiesférico y hondo como es la vida.
Fui yo. No fue un camarada ni conocido mío el responsable de lo que pasó, como me sugirió que dijera una colega amiga para que, en tercera persona, me dispusiera a narrar la «fría peripecia». Una peripecia que había permanecido medio congelada en mi mente hasta hace unos días en que un pregonero fastidioso asaltó con su aspaviento de venta el silencio profundo de mi cuarto y me hizo volver a sentirme un Cristóbal Colón de la gastronomía local, al evocar aquel percance cuando poco me faltó para decir, parafraseando al navegante genovés: «Oh, qué “fermoso” invento. Este es el primer bocadito de helado que ojos humanos hayan visto».
Recuerdo que leí con detenimiento la tablilla de las ofertas en uno de los más céntricos merenderos particulares del poblado y me pareció insólita la propuesta. Pero en tiempos de actualización y búsqueda de mercado la gente tiene derecho a incursionar y plantearse nuevos ofrecimientos para agradar al paladar. A más de una persona oí pedir el producto con soltura: «Deme un bocadito, por favor», «Deme dos», «Deme tres», como si estuvieran solicitando un refresco, o el mismísimo pan de la canasta básica de toda la vida.
Y este servidor, un curioso natural de la golosina criolla, que había pasado toda su infancia durante los inclementes años del período especial haciéndosele la boca agua con los durofríos caseros de la abuela, no se iba a resistir ahora ante aquella extraña combinación.
Pagué: era a tres pesos, CUP por supuesto. Inmediatamente probé y comencé a reparar en la estructura de la enigmática delicia: los trazos uniformes de la panetela, que reforzaban una forma singular de triángulo equilátero, o la capa de helado en el medio, que era cuatro veces más que la cantidad de carne que le echan a cualquier pan con lechón.
Estaba entusiasmado, sorprendido. ¿Cómo había podido ocurrírsele a alguien aquello? Aquello que, a juzgar por mi asombro, estaba para Premio Relevante en el Fórum del comercio y la gastronomía local, regional y ¡cuidado!, para un reconocimiento a sus «creadores-vendedores» por aniristas destacados, al generar una innovación racionalizadora con la que se podían cubrir dos antojos al mismo tiempo: comer panetela y tomar helado, y que, por ello, ameritaba darle la vuelta al mundo comenzando, desde luego, por los consejos populares del territorio sede del invento.
Fue tal la sorpresa del guajiro, cuyo vínculo con el universo de las cremerías se reducía por entonces a unos escasos viajes a Santa Clara, que al llegar a la universidad, al día siguiente del «descubrimiento», quiso venderles el notición a sus cofrades de aula.
«Caballeros, si ustedes ven... Allá en Camajuaní están vendiendo unos triangulitos de panetela con una capa de helado en el medio. Le han puesto el nombre de ¡bocadito de helado!», dije con voz clara, clara, clarísima, para que no quedara nadie en el grupo sin enterarse.
«¿Verdad?», «¡No me digas!», «¿Y desde cuándo es eso?», «¿y a qué sabe?», «¡qué inteligente es la gente de Camajuaní!», «ven acá, ¿si nosotros te encargamos, tú nos traes?, «¿no se derretirán desde allá hasta aquí?»...
No sé cuánto demoró aquel trance de todos frente a mí, entre mofas y a carcajada limpia, pero enseguida me vino el triste alumbramiento del ridículo, la hora en que uno quisiera derretirse rápido o ser boleado con desdén a otro planeta, como ocurre a veces con las opciones de Coppelia.
«Ay, Yoelvis, qué tú hiciste», me pregunté buscando algún consuelo. Y desde entonces no han faltado los que me inquieran cada cierto tiempo para saber si en la parrandera tierra de mis raíces, donde ahora los vendedores ambulantes de paletas y bocaditos te sacan con impertinencia del más profundo letargo de los libros y las teorías, todavía no se ha construido el monumento. Pero aquí nadie sabe. A lo mejor un día de estos se descongela la iniciativa y se nos hace justicia. Esperemos a ver...