Santiagueras y santiagueros,
Compatriotas:
Melba Hernández Rodríguez del Rey regresa, definitivamente, junto a sus hermanos de lucha. Sus cenizas reposarán por siempre en este Retablo de los Héroes, para que las presentes y futuras generaciones puedan rendirle, a ella también, el homenaje que merece una vida fecunda dedicada por entero a Cuba y a la Revolución.
En este momento solemne se impone, necesariamente, hacer un recuento de los jalones que marcaron la existencia de una de las más gloriosas y queridas combatientes de la gesta revolucionaria, ejemplo imperecedero de la mujer cubana.
Melba nació en cuna humilde en Cruces, en la actual provincia de Cienfuegos, hace 93 años. Tuvo una infancia no exenta de estrecheces, pero lo que no le faltó nunca fue la ternura y la guía de sus padres, Elena y Manuel, quienes no solamente le dieron cariño, sino que le inculcaron sentimientos profundos de justicia y amor a la Patria y a los héroes que habían luchado por la independencia.
Valores todos que se consolidaron en la modesta escuelita primaria donde estudió, dirigida por una maestra martiana que hacía honor a su raíz mambisa.
Cuando por razones económicas sus padres se mudan para La Habana, Melba, permanentemente preocupada por su superación, continúa estudiando. Se hizo bachiller y logró graduarse en 1943 de abogada. Muchos años después, también se licenciaría en Ciencias Sociales.
Acorde a los principios en que se había formado, ejerció no como representante de intereses espurios, sino de las clases más humildes.
En el ambiente que caracterizaba a aquella mascarada de República, plagada de abusos, atropellos, gansterismo, en fin, de la más envilecedora corrupción política y administrativa, la joven abogada —como nos ocurrió a tantos cubanos de ese tiempo— fue atraída por la prédica purificadora de Eduardo Chibás.
Tras la inmolación del fundador del Partido Ortodoxo y el artero golpe de estado de Fulgencio Batista, cuando parecía que todos los caminos se cerraban de nuevo, ocurrieron dos encuentros que cambiaron la vida de Melba: primero conoció a Abel y Haydée Santamaría, y poco después a Fidel Castro.
A partir de entonces, tanto el apartamento que compartían ambos hermanos en 25 y O, como el de Melba y sus padres, en Jovellar 107, se convirtieron en los cuarteles generales del movimiento revolucionario que se estaba gestando. Allí tenían lugar las reuniones y entrevistas, se guardaban armas, se confeccionaban uniformes, se elaboraban planos… Todo, con la mayor discreción.
Le correspondió a Melba y Haydée ser las únicas mujeres participantes en las acciones del 26 de julio. En la Granjita Siboney, ante la idea de Fidel de resguardarlas lo más posible y de que se mantuvieran allí, ellas reclamaron con firmeza su derecho de estar en la primera línea.
Es bien conocido lo que ocurrió tras el fracaso militar de aquella carga revolucionaria. Abel, premonitoriamente, se los había dicho en el hospital “Saturnino Lora”: “Después de esto será más difícil vivir que morir. Porque nosotros vamos a morir, y ustedes, Melba y Haydée, tienen que vivir. Tiene que quedar alguien para contar lo que pasó aquí”. Ellas, sometidas a las más atroces vejaciones sicológicas, fueron testigos de las horrendas torturas y el asesinato de los compañeros nuestros que cayeron en las manos de los verdugos en esos primeros días. Verdaderas Marianas, ellas no se derrumbaron, ellas no claudicaron.
En el juicio por los hechos, Melba no solamente denunció los crímenes, sino que desenmascaró la farsa montada por la tiranía con el objetivo de impedir la presencia de Fidel, que se había convertido de acusado en fiscal.
Cuando los esbirros alegaron la supuesta enfermedad de éste, fue Melba quien se irguió y entregó al tribunal la carta en la que el jefe del Movimiento denunciaba la indigna maniobra.
Siempre junto a Haydée, cumplió íntegramente la sentencia de siete meses de prisión, en el Reclusorio Nacional para Mujeres, en Guanajay. En los largos días de soledad, junto a su amiga y compañera, combatieron el aislamiento a que fueron sometidas con el estudio y la lectura, como mismo lo hicimos los que purgábamos nuestras condenas en la entonces Isla de Pinos.
De su entereza moral da fe su actitud ante la petición de indulto que solicitaron para ella sus compañeros de la graduación de abogados de 1943. Al tener noticia de esa iniciativa, Melba se opuso rotundamente.
Así lo hizo saber a los promoventes, y además al ministro de Justicia del régimen.
Al salir de la cárcel, Melba y Haydée se multiplicaron. Su papel en la reorganización del movimiento, en la atención a los familiares de los caídos, en los vínculos con los exiliados, en la recaudación de fondos para la causa, en tantas y tantas tareas, fue invaluable. “Tengo en ustedes puesta toda mi fe…”, les escribió Fidel. Y ellas estuvieron a la altura de esa confianza.
De todas las misiones que asumieron, la más importante fue la edición, impresión y distribución clandestina del folleto que Fidel iba sacando secretamente de la cárcel, hoja por hoja: su alegato de autodefensa que pasó a la posteridad como “La Historia me Absolverá”.
Desde el Presidio Modelo, con su visión estratégica, Fidel avizoraba lo que este documento significaría: “… la importancia del mismo es decisiva: ahí está contenido el programa y la ideología nuestra (…), además la denuncia completa de los crímenes que aún no se han divulgado suficientemente y es el primer deber que tenemos para con los que murieron (…). Considero que en estos momentos la propaganda es vital; sin propaganda no hay movimiento de masas, y sin movimiento de masas no hay revolución posible…”. Efectivamente, el impacto que tuvo el folleto, que circuló de mano en mano, fue inmenso.
Cuando bajo la enorme presión popular el régimen tuvo que aprobar una ley de amnistía que incluyera a los moncadistas, allí estaban Melba y Haydée, junto a familiares y compañeros cercanos, para recibirlos a la salida del Presidio.
En el viaje de regreso a La Habana, en el barco “El pinero”, Melba participó en la reunión donde, bajo la conducción de Fidel, se decidió el nombre de “26 de Julio” para el movimiento revolucionario. Fue seleccionada para integrar su primera Dirección Nacional.
Estuvo entre quienes marchamos al exilio en Méjico. Allí cumplió importantes misiones, vitales para preparar la futura expedición que se materializó en el Granma. A pesar de sus deseos de ser uno más de los que partimos, tuvo que quedar allá, cumpliendo otras tareas. Nos acompañó hasta Tuxpan, y allí nos despidió en el muelle, en aquella noche tempestuosa y fría.
En los primeros meses de 1957 regresó definitivamente a Cuba. Fue detenida varias veces, y es casi un milagro que haya conservado la vida, bajo el asedio constante en que cumplía en el llano las tareas que había recibido.
En septiembre de 1958 el Comandante en Jefe aprobó su incorporación al Tercer Frente Oriental, donde bajo las órdenes del Comandante Juan Almeida Bosque, Melba cumplió misiones en la organización civil del Frente. Allí se encontraba el primero de enero de 1959.
La tiranía había caído, pero comenzaba lo más difícil: materializar, primero, el programa del Moncada, y luego, seguir adelante hasta alcanzar la verdadera liberación social de un pueblo tantas veces engañado y siempre explotado.
A hacer realidad esos sueños dedicó Melba toda su energía. La primera responsabilidad que le fue asignada fue dirigir el Reclusorio de Mujeres en Guanajay, el mismo donde pocos años antes Haydée y ella habían cumplido su injusta condena por los hechos del Moncada.
En ese lugar se habían producido serias alteraciones del orden, y se decidió enviar allí a la experimentada combatiente. Melba reorganizó la cárcel, mejoró las condiciones de vida y elevó la dignidad de las reclusas.
Más adelante le correspondió, junto a otros compañeros, intervenir y pasar a manos del pueblo a monopolios como las empresas petroleras Shell y Esso. Con su nacionalización, se creó el Instituto Cubano del Petróleo, del cual Melba fue nombrada subdirectora.
Mucho después sería vicepresidenta del recién creado Banco Popular de Ahorro. Porque con ella la Dirección de la Revolución pudo contar siempre para asumir cualquier misión, con la seguridad de que daría lo mejor de sí en el empeño.
De las múltiples tareas que asumió, hay una a la que, sin dudas, se entregó con especial pasión revolucionaria: al apoyo al pueblo vietnamita, y a otros pueblos indochinos, víctimas de la bárbara agresión norteamericana.
En 1963 el Comandante en Jefe le encargó organizar el Comité Cubano de Solidaridad con Vietnam del Sur, que posteriormente se convertiría en el Comité de Solidaridad con Vietnam, Laos y Cambodia. Bajo la impronta de Melba se desarrolló una labor de masas en todo el país, involucrando a otras organizaciones, llegando a cada rincón con el conocimiento sobre Vietnam, sus líderes y la justeza de su causa.
Ella promovió una solidaridad consciente, que caló en niños y jóvenes, obreros y campesinos, artistas e intelectuales, amas de casa y jubilados.
La expresión de Fidel de que por Vietnam estábamos dispuestos a dar hasta nuestra propia sangre, reflejaba con exactitud el sentimiento de millones de cubanos, conmovidos por el heroísmo del pueblo vietnamita.
Melba alzó su voz también en diversas tribunas internacionales, denunciando la agresión imperialista. Viajó a Vietnam, conoció a Ho Chi Minh, y entre ambos creció una bella amistad. Más adelante sería designada embajadora en ese país. Somos testigos del cariño sincero, más aún, de la devoción que le profesaron los vietnamitas de todas las edades.
No es casual que Melba haya sido también secretaria general de la OSPAAAL, la Organización de Solidaridad con los pueblos de Asia, África y América Latina, y miembro del Presidium del Consejo Mundial por la Paz.
Ella, martiana de raíz, compartía el precepto de que Patria es Humanidad, y de que había que echar la suerte con los pobres de la Tierra.
Fue fundadora de nuestro Partido y miembro de su Comité Central, diputada a la Asamblea Nacional, miembro de la Dirección Nacional de la Federación de Mujeres Cubanas, Heroína del Trabajo y Heroína de la República de Cuba, más que merecidos reconocimientos por una vida tan plena y de una entrega total a la Revolución.
Para nuestro pueblo, fue un ejemplo de sencillez, austeridad y modestia. Cubana de pura cepa, tenía un fino sentido del humor, y una sonrisa siempre en los labios. Fue alguien sumamente asequible, a quien se podía acudir ante cualquier dificultad, pues sentía los problemas de los demás como si fuesen propios.
Tuvo el privilegio de que sus padres, que tanto influyeron en su formación, disfrutaran de una larga vida. Y sabemos cómo se desvivió por ellos, cómo les reciprocó el amor. Ellos eran su orgullo, y fue una hija ejemplar.
La relación que la unía al General de Ejército fue especial. Él para ella siempre fue Raulito, un hermano menor a quien admiraba y quería. En una ocasión expresó: “No sé cómo explicarte el sentimiento que existe entre todos los que fuimos al Moncada, es un lazo muy fuerte, y entre Raulito y yo este sentimiento es mucho más, es un amor indisoluble”.
A Fidel lo siguió sin vacilación desde los primeros momentos, desde que lo conoció en mayo de 1952. Compenetrada hasta la médula con su pensamiento, tuvo una fidelidad sin límites al líder de nuestra Revolución.
Compañeras y compañeros:
En una entrevista ella dijo: “Lo único que he hecho es lo que en cada momento me correspondió: cumplir con mi deber, como lo haría cualquiera en mi lugar”.
Por eso, Melba, tu muerte no es verdad, porque cumpliste bien la obra de la vida. Heroína del Moncada, ejemplo de mujer revolucionaria cubana, reposen eternamente tus cenizas junto a los restos gloriosos de nuestros hermanos. Tu nombre y tu recuerdo, como los de Mariana, Haydée, Celia y Vilma, vivirán por siempre.