San Celestino Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 05:46 pm
Viajaron, mar por medio, desde los míticos cementerios de la Roma imperial a La Habana de los años de la colonia. De allí, en el amanecer del siglo XX, fueron a parar al entonces tranquilo reparto Vedado. Tan peculiar recorrido podría parecer digno de una novela de aventuras, pero las pruebas indican que fue real.
Los protagonistas son los casi desconocidos restos de cuatro mártires cristianos que vivieron en los primeros siglos de nuestra era y llegaron a Cuba en las maletas de un sacerdote, como regalo para las monjas del Convento habanero de Santa Catalina de Siena.
Para estos periodistas en ciernes, desandar el viaje en el tiempo en la búsqueda de documentos, hechos o criterios que confirmaran lo que parecía solo una leyenda, fue todo un reto que compitió, por sus avatares, con la Odisea de Ulises o las expediciones de Indiana Jones.
Después de preguntas sin respuestas, fue una monja con cámara al cuello la que abrió las puertas de sus archivos, encontró documentos de la época y fotografió lo que las normas de clausura no dejaron ver, para así «dar la historia», como afirmó sonriendo.
Las hermanas de Santa Catalina siempre han registrado los sucesos más importantes de su día a día. Las crónicas escritas por las primeras guardianas en Cuba de las polémicas reliquias, a partir de la fundación del convento en 1688, aún se conservan. Así accedimos a los pormenores de esta historia que parecía olvidada.
Todos los caminos no llevan a Roma
Según Sor Ofelia de San José, priora en Cuba de la orden dominica de Santa Catalina, y los archivos que ella custodia, los restos pertenecen a los niños mártires Celestino, Vitorino, Felicísimo y Lúcida. También recogen breves descripciones de su largo viaje y establecimiento en Cuba.
Aparentemente, estos niños vivieron en los dos primeros siglos de nuestra era y fueron asesinados durante las diferentes persecuciones de los emperadores romanos contra los cristianos a causa de su fe. La Iglesia Católica ha declarado santos a muchas personas que han muerto por profesar su religión.
En el cementerio de Priscilla, ubicado en la Vía Salaria Nueva, uno de los caminos más importantes que surcaban la península itálica durante el reinado de los Césares, descansaban Celestino, Vitorino y Felicísimo, y en la necrópolis de San Calepodio, en la Vía Aurelia, yacía Lúcida.
Sin embargo, aquello del descanso eterno no fue tan lineal. A inicios del siglo XIX, por orden del Papa Pío VII, su sueño era perturbado. El Pontífice que coronó al emperador Napoleón Bonaparte orientó la exhumación y traslado a Cuba como regalo para las monjas de Santa Catalina de Siena. El sacerdote Manuel Echeverría se encargó de custodiar los restos hasta que llegaron a La Habana en 1802.
La primera morada cubana de los niños mártires fue la céntrica esquina de Compostela y O’Reilly, en La Habana Vieja, donde se levantaba el claustro de las hermanas dominicas.
Allí estuvieron más de un siglo. Pero con el auge urbanístico de inicios de la República Neocolonial se construyó al lado del convento un edificio de gran altura, que quitaba a las monjas la privacidad requerida por las reglas de clausura. En estas condiciones decidieron trasladarse a un barrio más tranquilo y apartado.
El reparto Vedado fue la zona ideal. En mayo de 1918 pasaron a la nueva residencia de 25, entre Paseo y A, y trajeron todas las reliquias con ellas. Así terminó el peregrinar de los preciados restos.
En la década de 1980, se mudaron nuevamente, esta vez para el Convento del Perpetuo Socorro, en Nuevo Vedado. Pero dejaron las reliquias en la iglesia de Santa Catalina de Siena, donde han descansado hasta hoy, o al menos eso es lo que se cree.
Marcas del calendario
Cuentan los archivos celosamente guardados por las monjas dominicas que «las principales —reliquias— se encuentran en la iglesia a la pública veneración. Son los cuerpos de cuatro santos mártires traídos de Roma, que están colocados en la hornacina de cada uno de los cuatro altares laterales de mármol».
Las crónicas sostienen que los cuatro cuerpos se conservan completos, cubiertos con cera y adornados con terciopelo rojo y seda. Alrededor están colocados vasos que, según los diarios, contienen su sangre y tierra de los cementerios donde inicialmente se enterraron. El visitante solo puede ver cuatro deterioradas figuras que, rodeadas de flores, cruces y frases en latín, representan a los niños mártires.
Más allá de lo que digan las crónicas, el paso del tiempo, el clima húmedo y los constantes traslados son causas para que los restos, casi dos siglos después, pudieran estar deteriorados o incluso desaparecidos. Tal vez por ello, miradas más recientes como la del escultor Antonio Araizas, hoy perdido entre las páginas de la historia, brindan otras descripciones.
En un trabajo publicado en el sitio digital La Jiribilla por el periodista Francisco Damián Morillas Valdés, se citan las apreciaciones del escultor: «Debajo del altar de Santa Inés, había una urna con los restos de San Vitorino. Así como los despojos del niño mártir San Felicísimo, en una cavidad del altar de la Purísima Concepción».
Por haber vivido en los albores del primer milenio de nuestra era, hay quien cree que los restos de los niños mártires de la iglesia de Santa Catalina de Sierna son los más antiguos que se guardan en la Isla. Con esta afirmación dando vueltas en la cabeza, una visita al Instituto Cubano de Antropología se hizo indispensable.
Según Gerardo Izquierdo Díaz, subdirector científico de esa institución, no se puede asegurar que esos restos sean los más antiguos en Cuba. La datación de osamentas de aborígenes cubanos apenas comienza a dar sus primeros pasos, pero sus resultados pudieran ser prometedores. Es irresponsable entonces ignorar las teorías que advierten que el hombre pudo llegar a Cuba hace alrededor de ocho mil años.
Por si fuera poco, y sin retroceder hasta el tiempo de los primeros habitantes de Cuba, a los restos de Santa Catalina los pudieran anteceder otras reliquias religiosas guardadas en La Habana.
Es importante señalar que con el objetivo de dar sustento espiritual a los templos cuando son creados, es obligatorio colocar reliquias bajo el Altar Mayor. Además, en muchas iglesias del mundo se acostumbra a exponer en urnas de cristal los cuerpos completos de algunos santos. Incluso, algunas de esas construcciones se decoraron completamente con esqueletos incrustados en las paredes. Tal es el caso del Santuario de Kostnice, en la República Checa, que guarda los restos de 40 000 personas.
En la capital cubana hay registros de dos templos que exhiben en sus altares laterales cuerpos de santos mártires. Cuentan los padres Pablo Manuel Alonso y José Miguel González, sacerdotes de Santa Catalina de Siena, que uno de ellos es el que nos ocupa y el otro es el de Nuestra Señora de la Merced, en La Habana Vieja.
Tal vez los misterios que se esconden tras los altares de la habanera parroquia nunca terminen de revelarse. Recostadas en sus urnas descansan las cuatro imágenes. Si dentro guardan o no los restos de algún ser humano, es posible que nunca se sepa.
En la actualidad, solo los amarillentos folios de algunos registros religiosos recogen las insólitas peripecias del viaje que los sacó de la antigua Roma y los trasladó a una ciudad muy diferente al otro lado del mundo.