Ignacio Agramonte le profesó eterno amor a su esposa Amalia Simoni a través de cartas: «Te aseguro que vacilaría si alguna vez encontrara tu felicidad y mi deber frente a frente; creo que ya te lo dije en otra ocasión. Ojalá nunca se encuentren». Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 05:46 pm
Mi cartero es un tipo singular, de gorra grande, con visera redoblada al estilo del cartero Fogón del muñequito ruso Los tres de Lechecortada.
Mi cartero nunca llama dos veces a la puerta; no le interesa contradecir la famosa novela de James Cain. Y a veces ni siquiera llama una vez. Su silbato le delata a una cuadra de distancia. No necesita apenas tocar.
Pero ya no es el mismo; hace un tiempo se queja; se queja de forma parecida a la del coronel de la novela corta del colombiano Gabriel García Márquez: mi cartero se lamenta de que no tiene «quien escriba».
Como el viejo coronel, espera la pensión que nunca llega, una carta o par de estas. Igual que el septuagenario protagonista, va día tras día a la oficina de correos, con la esperanza de recibir algunas misivas para entregar. Ya son pocas, muy pocas. Casi ninguna.
«Solo son facturas de teléfono, giros postales, cobros de chequeras de jubilados. Periodista, ya casi nadie escribe cartas; soy solo un servidor a domicilio», dice en congoja.
No quiere ser famoso como Hermes, el mensajero de la mitología griega; ni como Mario Ruoppolo, el célebre servidor postal de Pablo Neruda; ni siquiera como Feliciano Calloso, el carismático personaje de Mario Moreno «Cantinflas» en la película Entrega inmediata. Solo quiere que las personas escriban cartas.
No entiende y lo dice a su manera. Ya nadie dedica «Fidelina, mi única, mi amada», como le decía el pianista Federico Chopin a Delfina Potocka; o el saludo de «Pablo, amor», de Alicia Urrutia, la amante de Neruda; o el «Amor mío», de Carlos Marx a su esposa Jenny; o «Mi ángel», nominación de Ignacio Agramonte para Amalia Simoni.
Ya nadie rotula «Soberana y alta señora», como Don Quijote a Dulcinea; o subrayan «Mi Diego», tal cual hacía la pintora Frida Kahlo en su polémica relación con Rivera.
¿Quién emplea en la actualidad cuatro hojas por ambos lados, como lo hizo Ludwing van Beethoven a su aún desconocido idilio?: «Aunque sigo en la cama, mis pensamientos van hacia ti, mi Amada Inmortal, primero alegremente, después tristemente, esperando saber si el destino nos escuchará o no. Yo solo puedo vivir completamente contigo y si no, no quiero nada».
O quien fuera tan elocuente, bueno, ¿quién podría si no?, como Julio Cortázar para cortejar a Edith, la que se transformaría en la Maga de su libro Rayuela: «No sé si se acuerda todavía del largo, flaco, feo y aburrido compañero que usted aceptó para pasear muchas veces por París, para ir a escuchar Bach a la Sala del Conservatorio, para ver un eclipse de luna en el parvis de Notre Dame, para botar al Sena un barquito de papel, para prestarle un pulóver verde (que todavía guarda su perfume, aunque los sentidos no lo perciban)». Pocos pensaron mejor sugerencia de segundas citas: «Me gustaría que siga siendo brusca, complicada, irónica, entusiasta, y que un día yo pueda prestarle otro pulóver».
Pero mi cartero quiere que las personas escriban más esquelas, y eso que no sabe de trascendentales misivas que han definido la historia, como la que advierte sobre el inicio de la Primera Guerra Mundial, o aquella de 1939 en la que Albert Einstein daba noción y alertaba al presidente norteamericano Roosevelt de las posibilidades destructivas de una bomba nuclear.
Sería desacertado no recordar las auténticas letras de Martí que, en mensajes, forjaron la gesta del 95, cuando le decía a Máximo Gómez: «Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento», o cuando alertaba ante la venidera contienda que «con la mayor sinceridad se pueden cometer los más grandes errores».
Mi cartero, que no es tan famoso como Hermes, que no es tan conocido como el de Neruda, que es tan solo mi cartero, lo sabe: cada epístola tiene su sello, su personalidad en correspondencia con los autores.
No sería Kafka tan existencialista como su propia Metamorfosis si no se despidiera de Felice: «¿Pienso que debo firmar “tuyo”? No, nada podría ser más falso. No, yo seré siempre esclavo de mí mismo, eso es lo que soy, y debo tratar de vivir con eso».
Tampoco sería la resolutiva Manuela Sáenz si no dejara a su esposo por el general Bolívar: «¿Crees por un momento que después de haber sido amada por este hombre durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo, o de los tres juntos?». O la controvertida y bipolar escritora Virginia Wolf cuando abandona a su pareja Leonard debido a su enfermedad psiquiátrica: «Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. Nada queda en mí salvo la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir destruyendo tu vida por más tiempo».
Ni siquiera se puede dejar de mencionar aquella ruta epistolar de Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas en la que se consumaba su relación homosexual, un romance que no creyó en el escándalo de la época y siempre se profesaba «un imperecedero amor».
Qué hablar de las trágicas, como la de Robert Scott a Inglaterra, en marzo de 1912, al fracasar en su expedición al Polo Sur: «Me gustaría tener una historia que contar sobre la fortaleza, resistencia y valor de mis compañeros que removiera el corazón de todos los ingleses. Estas torpes notas y nuestros cuerpos muertos, la contarán...». El escrito fue encontrado meses más tarde junto con los cadáveres de los hombres en una expedición realizada para su rescate.
Mi cartero lo sabe; se vive en un mundo muy agitado, de limitaciones de horarios, de economía de palabras. Hay demasiadas letras que ahorrar, poco tiempo que emplear, demasiada confianza en las horas que sobran.
Solo espeta que no existen finales como: «Con el amor más profundo de todo mi corazón»; «Tuyo hasta la muerte»; «Su tan apegado»; «Quiera Dios protegerle, perdonarle y bendecirle, siempre y aún más que siempre»; o mejor aún como se despidiera Napoleón Bonaparte de su querida Josefina: «Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del Ecuador».
Pero ahora pocos creen en cartas perfumadas, en el doblez saboreado por la saliva del pliegue, en las hojas ocres guardadas en algún baúl. Hoy todo es XOXO (besos y abrazos en lenguaje móvil), LOL (risas), Okis, o I love U …Ya nadie espera al empleado postal.
Y mi cartero Fogón no conoce qué es Facebook o Twitter, no tiene idea de que existen las redes sociales. Ni siquiera ha de tener un correo electrónico, y de seguro tampoco tendrá móvil ni sabrá que ahora las escrituras se reducen a 140 caracteres.
Mi cartero no entiende, como el coronel no entiende, y se queja; se queja de que no tiene quien escriba… Mi cartero, que no ha protagonizado ninguna película como Cantiflas, que no es protagonista de ningún libro como El Cartero, de Charles Bukowski, no me perdonaría si se entera de que la periodista con la que «descarga» sus frustraciones, la amiga que comprende sus desvaríos, nunca ha escrito una carta.