Aviones B-26 con insignias cubanas y procedentes de Puerto Cabezas, Nicaragua, bombardeaban el aeródromo Antonio Maceo, de Santiago de Cuba. Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 05:07 pm
SANTIAGO DE CUBA.— Como un cuchillo, hiriendo la somnolencia de la madrugada, se escuchó el mensaje. Mientras se desperezaba, el teniente Canciano reconoció la voz del capitán Orestes Acosta: «No he podido ver nada en Baracoa, pues la noche está muy oscura. Prepárenme el avión para salir nuevamente».
Eran casi las tres de la mañana, y tal vez Canciano admiró el valor del amigo, ajeno a que era la última vez que escucharía su voz.
Tan solo el arrojo y los deseos de servir a la Patria debieron sostener al humilde joven, capitán del Ejército Rebelde, al partir, una hora antes, en vuelo de reconocimiento hacia la zona de Baracoa, a pesar de que las condiciones del tiempo y el estado técnico del avión recomendaban no hacer el viaje.
Ahora, de regreso, buscaba alternativas para cumplir su misión. Tal vez pensaba en sus hijas, de siete y nueve años, que «orgullosas del padre» dormían en casa; quizá recordaba las tantas veces que había dicho a su esposa Arsenia, que «moriría defendiendo la Patria».
Quién sabe si en eso andaba la mente del joven, cuando, después de aquel mensaje, el motor se incendió y cayó violentamente al mar, frente al Morro, a varias millas de la costa santiaguera.
Casi al amanecer, el recuerdo emocionado de sus compañeros pilotos, reunidos en el aeropuerto Antonio Maceo, sería interrumpido. Verían nacer el día entre bombas enemigas y el fuego de las ametralladoras rebeldes.
Respuesta de Patria o muerte
A 65 años de su caída era otra vez herido el General Antonio Maceo. La bala no procedía esta vez de un rifle español, sino de la metralla de aviones B-26 que, con insignias cubanas y procedentes de Puerto Cabezas, Nicaragua, bombardeaban el aeródromo que lleva su nombre, en Santiago de Cuba. Simultáneamente, eran atacadas las terminales aéreas de Ciudad Libertad y de San Antonio de los Baños.
«Serían las 5 y 15 de la mañana…», relatarían después los bravos artilleros: macheteros, casi niños, que harían al enemigo fallar en sus cálculos.
«De repente, haciendo un semicírculo en el aire, los aviones comenzaron a dejar caer su mortífera carga sobre el edificio del aeropuerto y sobre los aviones y avionetas que allí se encontraban. Rápidamente nos dimos cuenta de la situación y montamos la antiaérea», relató Mario Pérez, un recio campesino de unos 20 años.
A partir de entonces el amanecer sería de fuego y coraje.
En 12 minutos, el sorpresivo ataque intentó sembrar la muerte y la destrucción en el aeropuerto, explicaría luego Luis Peña, uno de los presentes en la acción, mientras los 53 compañeros que integraban el orden combativo defendían sus posiciones y la instalación.
Vil era el propósito de los atacantes: destruir en tierra la maltrecha fuerza aérea rebelde y a la vez inutilizar pistas e instalaciones. Y de Patria o Muerte fue la respuesta de los trabajadores y artilleros, los que entablaron combate con los aviones piratas hasta hacerlos regresar a su madriguera.
En testimonio traído a la actualidad por el periodista Orlando Guevara, el miliciano Carlos Pérez describía el dramatismo de aquella mañana: «En esos momentos solo pensamos en salvar la Patria, que acababa de ser atacada. Y comenzamos a disparar. Entonces empezaron a girar sobre nosotros y nos enfilaron las ametralladoras.
«Uno de los aviones continuaba hostigando el campo de aviación, intentando destruir la pista; desde el otro lado del campamento, donde se hallaba la otra calibre 50, se disparaba sin cesar contra los aviones, pero recibíamos un fuerte castigo de ráfagas desde el avión que volaba sobre nosotros.
«Una bala dio en la culata de la “Pepechá” de un compañero, quien a pesar de sentirse herido continuaba disparando mientras gritaba: ¡Viva Cuba libre, Viva la Revolución!
«Otro compañero nuestro hizo blanco en uno de los aviones mercenarios, el que emprendió el regreso prácticamente envuelto en llamas, mientras que el otro lanzaba varios cohetes hacia la pista».
El cabo del Ejército Rebelde Abelardo Rodríguez, herido durante el ataque, narraba así lo vivido, en el periódico Sierra Maestra de la época: «El avión bajó que parecía iba a aterrizar (…) Estábamos llenos de confianza, pues creíamos que era de los nuestros. De pronto comenzó a tirar contra nuestra posta y sentí que me herían en un brazo; de todas formas fui para la ametralladora y la monté, pero se me entumeció totalmente el brazo y no pude hacer fuerza. Ya se había generalizado la balacera entre los aviones y nuestra gente, y empezaban a explotar bombas. Cuando inutilizaron la 50, las demás postas ya hacían lo suyo».
Contra la infamia
Según aportan investigaciones históricas, bombas de cien libras, de fabricación yanqui, fueron lanzadas en el Antonio Maceo, mientras que ametralladoras calibre 50 acribillaban desde el aire las instalaciones.
El saldo fue de cuatro aviones destruidos, entre estos un DC3 de la Compañía Cubana de Aviación, que se incendió y estalló un momento después, envuelto en llamas.
Cuatro soldados fueron heridos, y uno de los proyectiles se hundió en el pecho de bronce del busto de Maceo en el centro; depósitos de gasolina estallaron y una lluvia de balas inundó el lugar, sin que ninguno de los hombres perdiera la ecuanimidad.
«Al finalizar el artero ataque comenzamos a trasladar los heridos hacia las ambulancias, mientras nuestros bomberos sofocaban las llamas. Obreros y pobladores de la ciudad de Santiago de Cuba, vistiendo el uniforme de la Milicia, comenzaron a llegar…
«Sin pensar en el peligro se dirigían hacia donde ardían los aviones dañados y trataban de extinguir el incendio, de salvar lo que fuera útil», contarían al otro día los protagonistas a la prensa.
Ante aquella declaración de guerra sin previo aviso, el pueblo indignado reaccionó con unidad.
«El hecho arrimó a la juventud a la Revolución», explicó por estos días a la radio local Eduardo Rodríguez Ernesto, un santiaguero que tras ver por la ventana de su casa, en el reparto 30 de Noviembre, a los aviones sobrevolando el aeropuerto, se presentó en el aeródromo.
«Aquello era un infierno. Un Catalina y un B-26 que estaban preparados para salir, ardían. Sonaban bombas y había fuego por dondequiera; pero allí estaba el pueblo, junto a los artilleros, guapeando», enfatizó Rodríguez Ernesto, cuya actuación fue decisiva para sacar de la pista una pipa de combustible de alto octanaje encendida, la que de haber explotado hubiera acrecentado la tragedia.
Así, con el concurso apretado de los santiagueros en una hora quedó sofocado el incendio provocado por el bombardeo enemigo. Para entonces ya había amanecido en Santiago de Cuba el 15 de abril de 1961 y lo vivido era el preludio de la invasión mercenaria a Playa Girón.
Después de unas 72 horas de aquel suceso, con la primera derrota del imperialismo yanqui en América Latina, un pueblo entero dignificaba aquella herida del Titán de Bronce y sembraba en la historia el heroísmo de jóvenes como Orestes Acosta, y de imberbes trabajadores y artilleros, casi niños, que harían al enemigo fallar en sus cálculos.
Su sangre junto a la Patria queda
«Cuando con sangre escribe FIDEL, este soldado que por la Patria muere, no digáis miserere: esa sangre es el símbolo de la Patria que vive».
Con estos versos de La sangre numerosa, del Poeta Nacional Nicolás Guillén, quedó sintetizado en la historia el simbolismo que entrañó el gesto conmovedor del joven Eduardo García, quien un día como hoy cayó bajo la metralla de la aviación enemiga, en el ataque que, al igual que en el aeropuerto de Santiago de Cuba y de San Antonio de los Baños, perpetraron los mercenarios contra el de Ciudad Libertad.
En la madrugada del 15 de abril de 1961, la carga del avión enemigo B-26, alcanzó al joven artillero de solo 25 años de edad. Mientras se le escapaba la vida, el hijo de Ángel García y María Delgado sacó fuerzas para con su propia sangre escribir el nombre de Fidel en una puerta de madera.
Su gesto se convirtió en uno de los testimonios de coraje y fidelidad más conmovedores, y en uno de los más impresionantes legados de la victoria frente al ataque mercenario de abril de 1961.