Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Recuerdan 52 aniversario del asesinato del combatiente revolucionario Sergio González

Para los esbirros del dictador Batista, "el Curita" era el enemigo público número uno en la capital

Autor:

Giraldo Mazola

Había un cerco y persecución tenaz sobre él. Lo sabía y se esmeraba hasta donde era posible para tomar las medidas de precaución, insistiéndonos en que fuéramos mejores conspiradores y no dejáramos nada al azar. Tenía experiencia de su larga y audaz trayectoria, y conocía bien la ciudad y las virtudes y los defectos de sus hombres.

Para satisfacer a los matarifes de la policía, los periodicuchos del régimen exacerbaban la histeria con titulares escandalosos sobre Sergio González, «el Curita», sus supuestos escondrijos y sus acciones. Cuanto ocurría era responsabilidad de ese revolucionario.

El Curita era el enemigo público número uno en la capital de un orden establecido con bayonetas y que anticipaba así su próxima liquidación, pero él se reía con picardía de esas noticias.

Nada comentó de cuando se reunió a solas en el parque cercano al cine Mónaco, pocos días antes de ser apresado, con el recientemente fallecido general de brigada Moisés Sio Wong, enviado entonces desde la Sierra Maestra por el Comandante en Jefe, para ordenarle que debía abandonar la capital e incorporarse al Ejército Rebelde. Fidel percibía el gran riesgo que corría y conociendo sus méritos, su lealtad y firmeza a toda prueba, trataba de preservarlo para los aún más complejos períodos y batallas que vinieron después.

Sio Wong nos relató después de la victoria que el Curita le pidió transmitir a Fidel que respetaba sus órdenes, pero aun percatándose del peligro consideraba que su deber y su lugar de combatir estaban en la ciudad que conocía. Se sentía entusiasmado por el auge que había cobrado la lucha en La Habana en los pocos meses que llevaba al frente de los Grupos de Acción del Movimiento 26 de Julio, y pensaba que su presencia era necesaria en vísperas de la huelga general que se preparaba. Estaba imbuido de que iba a ser un golpe mortal para la tiranía y no creía que debía abandonar a sus compañeros.

Así se quedó y continuó preparando a los combatientes. Era sumamente desconfiado con los lugares de reunión clandestinos. Tomaba las precauciones requeridas e insistía en que todos lo secundaran en esas prevenciones. Sabía el daño que causaba una casa clandestina tomada por la policía, adonde podían acudir compañeros confiados y caer prisioneros.

Meses antes se había fugado espectacularmente de la prisión de El Príncipe y se fracturó un pie al lanzarse por una ventana de un segundo piso en una casa del Vedado, huyendo de un cerco policial.

Cuando le enyesé el pie, le advertí que no podía caminar en varias semanas, pues corría el riesgo de cojear permanentemente y le dirían «cojo» en vez de «Cura». Incluso traté de asustarlo con las consecuencias de una ulterior intervención quirúrgica si no tenía paciencia, mas me ordenó ponerle un tacón a la bota y me dijo de forma tajante que la Revolución no podía esperar y deambuló así por todos lados. «Después que ganemos la guerra, me operas», dijo con la convicción de que el triunfo ocurriría prontamente.

Con su bota, cojeando, preparó en la casa de Isabel Rico Arango las bombas que estremecieron la ciudad la famosa noche de las cien bombas.

También cojeando, el 18 de marzo de 1958 cayó en una trampa montada en una casa de la calle K entre 23 y 21. A los esbirros no les interesaba interrogarlo. Sabían que no diría una sola palabra. Lo torturaron y golpearon bestialmente durante las pocas horas que estuvo detenido. Casi moribundo, con los testículos desgarrados, lo sacaron del Buró de Investigaciones en la madrugada siguiente, junto a Juan Borrell y Bernardino García, «el Mota».

En un parte oficial se dijo que los jóvenes habían atacado una perseguidora en la Avenida de Vento, hiriendo a un policía, y entonces aparecieron los tres alrededor de un árbol, cosidos a balazos.

Aunque no hubo testigos, se dice que les espetó a los guardias desde el suelo que tiraran que ahí había un hombre. El imaginario de los héroes produce estas anécdotas, pero no hay dudas de que si pudo hablar, si le quedaban fuerzas, no hubiera mendigado misericordia a los esbirros y hubiera enfrentado la muerte con la entereza del hombre inclaudicable que fue.

Han transcurrido 52 años desde que truncaron la vida de un experimentado combatiente de apenas 34 años. No pudo ver la obra que soñó, pero tuvo siempre la convicción, aun en los momentos más inciertos, de que el triunfo llegaría. Murió convencido de que no se sacrificaba en balde.

Por su trayectoria y por su optimismo lo recordamos y en estos momentos en que enfrentamos otro tipo de dificultades, otros retos y amenazas, es todavía un ejemplo que nos convoca a no abandonar el puesto de combate aunque sea riesgoso, a ser optimistas y a no cesar de luchar.

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