El primer actor Pancho García. Foto: Pepe Murrieta El primer actor Pancho García vuelve a asumir las funciones de director con el montaje de La muerte de un viajante. El extraordinario texto de Arthur Miller subió a las tablas de la sala Hubert de Blanck —con un elenco de esa compañía— 60 años después de ser escrita, como para demostrar su vigencia y universalidad.
Confieso que Willy Loman, el protagonista de La muerte de un viajante, me recuerda con insistencia a Madre Coraje, la singular heroína de la obra homónima de Bertolt Brecht. Digo esto porque se trata de dos criaturas que andan por la vida sumando fracasos sin conseguir aprender de sus propios errores. Ambas obras son algo así como una aguda crónica de la derrota. La caída de estos personajes es múltiple y dolorosa. Sus sucesivos descalabros no provienen solo de sus desventuras económicas sino también, y sobre todo, de la incapacidad para cohesionar una familia y enrumbar correctamente el futuro de sus hijos. Paradójicamente, por más que se proponen beneficiarlos su proceder, en este sentido resulta totalmente errático. Cada paso que les hacen dar, cada idea que les inculcan, deviene lastre y estigma.
A pesar de lo apuntado, Willy Loman mantiene intacta la ilusión de alcanzar el esquivo éxito, o al menos propiciarle a su hijo Biff la oportunidad de acariciarlo. Esa que es su mayor contradicción se convierte en el recurso dramático que vertebra la pieza. La distancia infranqueable entre las aspiraciones del enajenado viajante y la pragmática realidad, cuyas leyes no alcanza a comprender, constituyen el verdadero conflicto. La apoteosis de su errónea apreciación de las cosas está en el hecho de sacrificarse para beneficiar a su primogénito, quien, poseedor de la lucidez de que careció su padre, comprende y asume que es un hombre común. Como para rematar, Miller nos hace ver que los beneficios de la muerte de Loman serán recogidos precisamente por el vástago que siempre subestimó.
Cuando Pancho García escogió esta obra portentosa se estaba regalando a sí mismo la oportunidad de habitar la piel de Willy Loman. Esa espartana voluntad es algo que debemos agradecer con creces. Lamentablemente hoy día no abunda el diálogo con esta índole de textos y esa es una carencia de nuestra escena. La puesta de García es, como de costumbre, sobria y ajena a alteraciones o lecturas paralelas. Al estrenar La muerte..., el director elige una pieza que, en la plenitud de sus 60 años, tiene mucho que decirnos, lo cual abre las puertas a un diálogo profundo con los espectadores. Aupado por esta certeza, sus mayores esfuerzos están encaminados a confeccionar un montaje signado por la sinceridad de los intérpretes, la ilustración del mundo hecho ficción por el autor, y la parquedad y exactitud de las imágenes fraguadas en el proceso de montaje.
Eduardo Arrocha concibe un entorno escenográfico en el cual, gracias a los diferentes niveles establecidos y la inteligente utilización del espacio, se dinamiza considerablemente la puesta. La sencillez de las soluciones ideadas, la sobriedad cromática, junto a un vestuario capaz de suministrarnos valiosas informaciones sobre su portador, son también aportes y claridades acarreadas por el maestro. El universo sonoro ideado por Rubén Várzaga recrea el contexto, subraya tensiones o propone atmósferas acordes con la naturaleza del acontecer.
En el elenco, que encabeza Pancho García, confluyen jóvenes y veteranos. La labor de conjunto es de buen nivel, con destaque para algunas individualidades. Entre ellas sobresale la faena de García, quien pese a tener que enfrentar el difícil doble rol de director y protagonista, nos agasaja con un Willy Loman armado desde la interioridad. Claridad en las transiciones, intensidad y limpieza, son algunos de los argumentos que emplea para convencer y demostrar nuevamente que es uno de nuestros más destacados actores. Pedro Díaz Ramos contribuye decisivamente al positivo resultado final al apelar a una teatralidad de la mejor estirpe muy a tono con la esencia onírica del rol que asume. Amada Morado coopera con la favorable recepción de La muerte de un viajante. La fogueada actriz se desenvuelve en una cuerda íntima y sobria, con una coherente cadena de acciones y se apoya en un tono y una gestualidad muy acorde con las características psicológicas de Linda Loman. El joven Alexander Díaz da muestras de frescura, naturalidad, concentración y dominio escénico en tan atinadas dosis que resalta como otro de los puntales del espectáculo. De correcta y contenida puede calificarse la propuesta de Carlos Treto. Arístides Naranjo consigue diferenciar al niño tímido del joven profesional exitoso y, aunque no está al tope de sus capacidades, sus resultados son positivos. Gilberto Ramos alcanza a cumplir de un modo aceptable las tareas a él encomendadas.
Con La muerte de un viajante, Pancho García, en el rol de actor y director, se mide con un personaje y una obra de apreciable altura, y sale airoso. Al apuntar a lo alto, en correspondencia con su reconocido talento, consigue nuevamente dar en el blanco.